III Concurso de Microrrelatos sobre Abogados

Ganador del Mes

Ilustración: Juan Hervás

Solo en casa

Dulce García Lemos · A Coruña 

“Cinco días solo”, se dijo mientras trataba de encestar los calcetines y la ropa interior en la canasta de la ropa sucia. Había animado a su mujer y a su hija a irse de viaje; necesitaba tiempo para trabajar sin interrupciones. El mismo día en que regresaban, presentó el alegato sobre el maltrato del perro de su defendida. Aunque había claros indicios de que el animal había atacado al demandante, el abogado consiguió ganarse al jurado mostrando la herida que la punta del paraguas del demandante le había causado en el lomo. Llegó a casa calado por la lluvia pero satisfecho con su intervención. Las maletas estaban en la entrada y en el salón, su hija, llorando, le lanzó una mirada de odio abrazada a la pecera de la tortuga muerta. Sólo entonces recordó el cartelito escrito con letra infantil: “Papá, no olvides echarle comida todos los días”.

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Relatos seleccionados

  • Extraño caso

    Antonio Capel Riera · Murcia 

    ¡Ni que la tortuga tuviese un olfato de un sabueso! –bramó el Inspector -. Un indicio significa que tiene que haber un signo aparente y probable de que existe algo. Mientras tanto, los fotógrafos policiales buscaban un alegato o disculpa que les permitiera justificar la calidad de las fotos. No esperaban que la lluvia hiciera su aparición de manera repentina. “No quisiera estar en la piel del abogado defensor” pensaba el fiscal, intentando contener una carcajada. La cabeza de la tortuga, asustada, asomaba por el agujero del calcetín. ¿Cómo se habría metido? El forense no sabía si socorrer al quelonio o examinar el pie del occiso.

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  • El hilo de la prueba

    Mónica Cristobal Alvarez · Madrid 

    Lo cierto es que había una tortuga. Y vaya por delante que tenía un plastrón levemente cóncavo.- En esas estaba el testigo cuando el Juez notó en forma de indicio que le había salido un tomate en el calcetín. Nuevamente estaba perdiendo el hilo de la prueba, como en tantos otros juicios, y debía reaccionar. ¿Cómo dice usted que tenía el plastrón? Ilústreme… El abogado, con la lluvia de la ira en sus ojos, formuló protesta, ya que la cuestión era exclusivamente si el arma de fuego estaba o no en la fiesta. Señor letrado, ya valorará la prueba en su alegato final. Pero le advierto: que el testigo haya descrito esa concavidad en la escena del crimen acredita, sin duda posible, que lo que allí había, todo lo vio. Después de tantos años, bien sabía el Juez que los calcetines se cosen con el hilo de la prueba.

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  • El misterio

    Kalton Bruhl 

    El Profesor Merton, vestido con una chaqueta de tweed sobre un suéter con cuello de tortuga, me esperaba en su estudio. “Abogado”, me dijo al verme, “mi familia considera que hay indicios de que he perdido la razón. Desean declararme incapaz. Debe ayudarme.” Le pedí que se explicara. “Hay un misterio que me atormenta: por qué desaparecen los calcetines. Primero supuse que un calcetín era un agujero negro en miniatura, pero eso no justificaba que sólo desapareciera uno de ellos. Ahora creo que son caníbales. Quizás el encierro en un oscuro cajón desencadena sus instintos.” Bajó la cabeza, antes de continuar: “Ayúdeme”, suplicó. “Debo continuar mis investigaciones.” No podía negar que sus alegatos eran convincentes. Me coloqué frente a la ventana y mientras la lluvia arreciaba, recordé la bola de calcetines únicos que guardaba en casa. Finalmente sabría la verdad. Con lágrimas en los ojos, le prometí mi ayuda.

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  • El primer cliente

    Mariella del Riego Machado · Barcelona 

    Tres meses después de licenciarme pasaba horas en el despacho jugando al buscaminas cuando una tarde de lluvia sonó el teléfono y una voz bronca y autoritaria me dijo: Soy Fernando Pinilla, le espero en mi despacho mañana a las diez. Sí, atiné a contestar cuando casi digo No, de nervioso que estaba. Y colgó sin más. ¿Sería el apodado "Jack Sparrow" de las finanzas mi primer cliente? En su despacho –del tamaño de Isla Tortuga- me hizo una oferta irrechazable y ahora soy el abogado más mediático del país, visto trajes, corbatas y calcetines de Armani y mis impecables alegatos, que desmontan cualquier indicio de culpabilidad ante la opinión pública en los turbios asuntos en que se ve implicado, son irrebatibles. Hace dos meses le arrestaron junto a mi padre, alcalde de Lindamar. Les han decretado prisión sin fianza. He preparado… Perdón, me llaman de Telecinco.Ya seguiré contándoles.

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  • Favores ingratos

    Mayte Castro Alonso · Picaña (Valencia) 

    Nunca había querido llevar temas de divorcio, pero aquella vez mi amigo me lo pidió como un favor personal. Acepté además porque había bastantes indicios de poder llegar a un acuerdo. Las cosas se torcieron de repente porque ella se empeñó codiciosamente en estirar el sueldo de mi amigo como si fuera la goma de un calcetín. Yo le dije que si aceptaba el trato acabaría desahuciado como una tortuga en un charco de lluvia. Me hizo caso, no lo aceptó. Yo estaba convencido de que mis alegatos eran invencibles, pero el juez fue dolorosamente injusto. Me equivoqué. ¿Por qué? No sé. Quizás ella no fuera tan codiciosa, o quizá yo fui demasiado pretencioso. Quién sabe. Mi amigo dijo que la culpa era mía y desde entonces no me habla. No he vuelto a divorciar a nadie.

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  • El socio

    Rubén Gozalo Ledesma · Salamanca 

    Me encontraba en la sala de espera del bufete viendo la lluvia caer a través de los cristales. En la acera, una mujer mayor caminaba despacio como una tortuga entre la jungla de coches. Estaba nervioso, tanto que ni siquiera reparé en que llevaba un calcetín de cada color. Aquella llamada sólo podía significar una cosa. Al fin me harían socio de la firma de abogados. Después de siete años trabajando catorce horas al día, sin pensar en otra cosa que en litigios, leyes, jueces y estrategias, mi esfuerzo había dado sus frutos. Cuando entré en el despacho del jefe busqué en su rostro algún indicio que confirmara mis sospechas. Su risa triunfal me indicó que lo había conseguido. —López, su último alegato en el juicio nos ha convencido. Usted no es el hombre que esta firma necesita.

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  • Fábula

    Manuel de la Peña Garrido · Madrid 

    En aquel tiempo dos abogados se disputaban la clientela del reino. Lebrato era ágil, vivaz. En un minuto podía volver del revés un pleito, como un calcetín. Tortuga se echaba a la espalda los autos y los analizaba concienzudamente. Sus parsimoniosos alegatos terminaban por calar en la mente de los jueces, cual lluvia pertinaz. Quiso el destino que ambos se enfrentaran en el mismo proceso. Las gentes cruzaban apuestas. “Triunfará Lebrato; probará los indicios en un santiamén”, aventuraban unos. “Las sentencias cocínanse a fuego lento; el letrado Tortuga convencerá pasito a pasito al tribunal”, pontificaban otros. Cuentan las crónicas que aquél dominó varias sesiones sin cobrar clara ventaja. ¿Quién ganó entonces? Tras recesos, suspensiones, vacaciones judiciales, prórrogas, nulidades y anulabilidades, los dos abogados, ancianos agotados, pasaron a mejor vida. Sus tataranietos prosiguen el duelo. Aún nadie ha dicho “visto para sentencia”

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  • El lenguaje de la discordia

    Eva Saavedra Montero · Madrid 

    Me esperaba bajo la lluvia, mojándose, nerviosa. Entramos al Juzgado, esperamos, entramos en la sala, el juez le preguntó si ratificaba la renuncia a su hijo, no entendió, se lo repitió, estaba más nerviosa, el juez explicó “que si usted quiere o no quiere al niño”, si le quiero, dijo, claro que le quiero, cuando lo dejé en el centro llevaba un calcetín rojo y otro azul, y un babero con una tortuga pequeña, me acuerdo de ese día todos los días. El juez dijo “habida cuenta de lo alegado se transformará en verbal”. ¿Qué es lo alegato? Ha dicho alegado, el Juez piensa que hay un indicio de que no quieres darle en adopción. Yo le quiero, quiero que le adopten, que tenga padres, le quiero pero no conmigo, no tengo nada, quiero que le quieran y que sea alguien, no como yo, que no entiendo de nada.

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  • Investigación criminal

    Cecilia Rodríguez Bové · La Eliana (Valencia) 

    De pie junto a la escena del crimen, Juan lo analizaba todo minuciosamente. La lluvia había borrado las marcas físicas. No había indicio de lucha. Halló un calcetín y una zapatilla que la victima presuntamente perdió al caer. El principal sospechoso había desaparecido sin dejar huellas. Para Juan estaba claro que la caída sufrida por la víctima no era accidental sino intencionada, un intento fallido de homicidio. Los objetos encontrados y las pruebas de ADN le permitirían fundamentar su alegato… Anotaba sus hallazgos, cuando escuchó pasos. ¿Algún testigo, quizás? Se volvió y vio entonces a su mujer: “¡Juan! ¿Otra vez jugando a ser Horatio Caine de CSI? No insistas. Ya te he dicho que el chiquillo salió al portal, el suelo estaba mojado, no vio la tortuga, la pisó, resbaló y se cayó. ¡Punto!...” Imperturbable, Juan la miró de soslayo y seguidamente anotó: “No hay testigos”.

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  • Hugo

    Silvia Pellejero Oliva · Arnedo (La Rioja) 

    Abrí los ojos. La lluvia anegaba las calles, con su dulce parsimonia. Me levanté lentamente, mis piernas pesaban cual paso de tortuga, indicio de una cadencia inusual en mí. Súbitamente sentí una atracción que provenía de las paredes, y como imán asido por una fuerza invisible, quedé durante agonizantes minutos fijado al techo de mi casa. Respiré estático. ¿Sería esto el final? ¿Me inculparían por haber mentido en el caso Savolta? ¡¡Ese tipo no mató a Hugo, fui yo!! - grité sumido en el dolor. Desperté sobresaltado de la hipnosis. La secretaría tecleaba todas mis palabras con fervor, mientras el fiscal contrastaba la información y el juez me declaraba culpable.

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  • Esopo tenía razón

    Antonio Martín · Málaga 

    Un calcetín en la boca para que no gritase. Eso, y el sonido de la lluvia, bastaba para que estuviese con ella a solas y se tomase su tiempo. La víctima número 13. La policía no tenía indicio alguno. La seguridad y destreza que había adquirido en el arte de matar la hizo más confiada, superior al resto. Llevaba meses cazando y nadie podía pararla, o eso creía. Se volvió descuidada y la policía fue cerrando el cerco. La número trece sería su última víctima. En la vista no hubo ni alegato final, todo estaba claro. ¿Cómo la habían atrapado? Ella era más lista que todos ellos juntos, mejor. Entonces se acordó de Esopo y su tortuga y sonrío. Eso no lo había visto venir...

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  • La cena

    Manuel Merenciano Felipe · La Eliana (Valencia) 

    Repiquetea la lluvia en las ventanas. Acababa de limpiar los cristales. Y el niño dale que te pego con que no encuentra a la tortuga. Pongo una lavadora. Sergio me recuerda la estricta puntualidad de su jefe. Esta noche viene a cenar. Quieren pulir el alegato final del juicio. Ordeno la cocina. Preparo la mesa. Unos indicios de polvo me obligan a fregar de nuevo las copas. Sergio pregunta por su corbata de color burdeos. El niño pide agua. Sergio no localiza un calcetín. El niño busca ahora a la gata. Sergio exige una camisa planchada. Rompo una copa. Sergio me acusa de torpe. El niño, de manazas. Corto unas verduras y enciendo el horno. Sergio pregunta qué vamos a cenar. “Conejo”, respondo. “¿Y de primero?”. “¡Sopa!”, vocifero malhumorada. “¿De qué?”. Me mantengo en silencio. Y el crío erre que erre con que no aparece la tortuga. Ni la gata.

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  • Ley de Murphy

    Sagrario Loinaz Huarte · Aranjuez (Madrid) 

    Aquella mañana tenía su primer juicio y carta de presentación; se las prometía felices. La exposición de su alegato, cauto y metódico, empaparía al jurado con una lluvia de indicios suficientes. Se miró al espejo; la camisa de cuello de tortuga blanca hacía juego con la palidez de su cara, reflejo de una noche de insomnio. Tomó el ascensor; un apagón le retuvo durante 30 minutos entre dos pisos, tiempo que aprovechó, con la tenue luz de emergencia, para repasar el caso. Una vez en la calle, su coche no arrancaba; la batería no respondía. Tomó un taxi y, enfrascados en un gran atasco matutino, decidió ir al juzgado a golpe de calcetín, llegando exhausto y con la hora justa. Abrió el maletín para sacar los informes; no había rastro de ellos. —¡Tiene la palabra! —le dijo el juez. El joven abogado perdió el oremus; no dijo oxte ni moxte.

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  • Por ella

    Paulo Molleda Puente · Torremolinos (Málaga) 

    Tenía claro que su alegato final sería su oportunidad de demostrarle cómo era realmente. Ella lo vería locuaz, seguro de sí mismo, inteligente… Lo había preparado con más entusiasmo, si cabe, desde que había notado el primer indicio en su mirada; Estaba claro que podía haber algo, y estaba seguro de que aquella mujer de ojos tiernos y brazos endebles, no podía haber matado a su marido con su propio calcetín… -Mi marido… ¡Esa vieja tortuga…! se abalanzó sobre mí mientras planchaba -le había dicho ella gimoteando – Son tan malvados los señores del seguro… Si me sacas de esta, te estaré tan agradecida… Hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa por ella. Él, que nunca había paseado con ninguna mujer bajo la lluvia reaccionó enseguida. No lo haré por ella, lo haré por mí.

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  • Juego de niños

    Miguel Angel Rodríguez Artigas · Canelones (Uruguay) 

    “No llores, sólo se trata de un juego”, decías, cuando la vida se ufanaba de tener nueve años y jugábamos a los abogados. Cubría y descubría tu cabeza un gran calcetín, como birrete, según fueras jueza o representante legal. Aunque tus alegatos eran contundentes, resultabas buena ganadora. Si me derrumbaba en llanto, tus caricias daban consuelo. A esa edad, cuerpo y moral abolidos, juramos casarnos. Lo hicimos: tú, con la abogacía; yo, con la mujer que patrocinaste y acaba de arruinarme. Los años nos tendieron esta celada. Como ayer, saliste airosa. Apenas Rita, mi tortuga, sorteó la debacle. Desde hoy seré ninguno. ¿Qué importa? Importa sí que cuando presumía no quedaban indicios de niñez, viniste a mí. “Gané, pero siento que lo perdí todo”, dijiste, mirándome con la infancia recobrada. En tus ojos se cumplieron los presagios de lluvia. Agradecido, busqué reconfortarte: “No llores; sólo se trata de la realidad”.

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  • Revancha

    Víctor Salgado Ferreiro · Rivas Vaciamadrid (Madrid) 

    La lluvia de indicios apuntaba directamente a la ganadora de la carrera. Arrestaron a la liebre cuando subía al podio. No pudo justificar la pérdida de su calcetín derecho; el mismo que encontraron, anudado con saña, en el cuello de la tortuga. El abogado, para librar a su clienta de la cazuela, ideó un brillante discurso sobre la locura transitoria de un personaje público sometido a una gran presión mediática. A pesar de ello, el alegato de Esopo fue definitivo en aquel caso: “He creado un monstruo”.

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  • Papá Noel

    Carlos María Novoa Robles · Oviedo 

    La llamada de mi amigo Raúl, cerraba dos años de angustia, rabia y desesperación. Letrado brillante y compañero de infancia, tomó las riendas de mi demanda ante la empresa que tras 25 años, me había despedido con indemnización ridícula y acusaciones ominosas. Todo, mis 50,  Altea, mi mujer, en paro, tres hijos en edad  escolar y la maldita crisis, eran indicio de oscuro porvenir. Pero, ¡habíamos ganado!.  Un alegato espléndido,  irrefutable, nos daba razón, restituía honorabilidad y reparación monetaria más que aceptable. Sonó el móvil aquél atardecer víspera de nochebuena. En la pantalla, Luca, el benjamín de la casa, inmortalizado junto a una espectacular tortuga en Benidorm, y su voz al otro lado, dulce, angelical: “papi, ya he puesto el calcetín junto al árbol. Este año he pedido lo mejor para ti”. Le mandé un beso, lloré sonriendo bajo la lluvia e imaginé un risueño Papá Noel togado.

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  • The game

    José Agustín Navarro Martínez · Alicante 

    El hombre de la camisa hortera aplaudía mientras el de la cara de tortuga apaleaba. -¡Devuélvenos el triple de la pasta! Parecía el fin, pero mi marido aparcó momentáneamente sus alaridos e inició el alegato: -¡No sabéis a quién estáis torturando! ¡Soy abogado! ¡Existen indicios de usura! ¡El contrato es nulo! -¡Soltadle más estopa a este picapleitos! -¡Amenazas! ¡Injurias! ¡Nos veremos delante del Juez! -¡Rajadle las tripas a esta basura! Se disponían a matarlo. Necesitaba urgentemente articular una lluvia de ideas. Fue entonces cuando escupí el calcetín con el que me amordazaban y grité: -No, esperad. Os daré su primera toga. -¿Oís? Realmente enternecedor… -Y las llaves del despacho. -¡Migajas! ¡Traed el bisturí y el guante de seda! -¡No! ¡Y también podréis pasar una noche conmigo! Entonces el sicario más nauseabundo se acercó, me desabrochó la blusa, y … mi suegra descorrió las cortinas: “¡Sorpresa! ¡Feliz cumpleaños, Isabel!”.

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  • ¿Qué hago allí?

    María Victoria Peidro Molina · Alcoy (Alicante) 

    Inicio otra mañana típica de pasillo de Juzgado, esperas, voces, parloteos, carteras por los suelos, togas en los bancos; por los cristales se ve la escasa lluvia, que no da ni para limpiar el sucio limonero de la calle. Y me pregunto qué hago yo allí, rodeada de colegas, compañeros: abogados de tercera generación de saga y pedigrí, abogados advenedizos con zapatos de cordones y calcetín blanco, abogados currantes del oficio con poco beneficio, abogados repeinados, señoritos de cortijo de alegato interminable que se gustan al hablar, abogados con complejos, resentidos, hijos de la beca y las horas extra de sus padres, y me vuelvo a preguntar qué hago yo allí. Atropellé con mi coche a una tortuga “Mora”, especie protegida, que según el forense tenía más de 118 años. ¡Hoy, soy el imputado!

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  • Venganza

    Ivan Teruel Cáceres · Cass de la Selva (Girona) 

    El último aliento. La confesión. El estertor. El tajo en el cuello. La mirada aterrada. El destello en la hoja. Las once y cinco. Las manos esposadas al cabecero. El alegato del juez. Soy inocente querida. Su cara de bobo. La acusación de ella. Hay indicios suficientes Señoría. Su mirada revoltosa. Las once. Un cuerpo de hombre desnudo sobre la cama. Ridículamente en calcetines. Una chica a horcajadas. Unas manos que juguetean con unos calzoncillos estampados de tortugas. Las once menos cinco. Una lucha de dedos y prendas. Unos botones que se resisten. Los primeros besos. Una puerta que se abre. Un ascensor que sube. Un coche que aparca. El último brindis de la cena. Te paso a buscar a las nueve. El primer café juntos. Las primeras risas. Y una promesa el día que los presentaron bajo la lluvia. En tu último aliento sabrás de quién soy hermana.

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  • Un reo liberado

    Alicia S. Ortega · Málaga 

    '-¿Por qué andas pidiendo limosna por la calle?
    -Y tú, ¿por qué formulas preguntas tan estúpidas? Hace tiempo yo me ganaba la vida haciendo preguntas, pero con mejor criterio. Fui abogado.
    -Mientes. Un tipo que lleva un pie cubierto por un carapach

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  • Un crimen inexplicable

    Ricardo Kahre · Buenos Aires (Argentina) 

    Claro, yo no entendía nada. Móvil no había. No existía robo, la víctima no tenía enemigos. Las pistas no tenían ningún sentido. Un calcetín embarrado. Cierto que esa noche fue tormentosa y la lluvia anegó el parque, pero… ¿un calcetín en la escena del crimen? Y esa tortuga rondando alrededor del cadáver, tortuga que, como los criados aseguraron, no era de la casa. Obviamente cuando supe las palabras clave de este mes pegué un salto. Porque el crimen fue el mes pasado, de modo que claramente el asesino las conocía desde antes. A partir de allí el caso fue un juego de niños. Yo creo que el tipo está completamente loco, que nos dejó esos indicios a propósito, para ser descubierto y convertirse así en el protagonista del relato. Todavía no sé si éste va a ser el alegato de la acusación o el de la defensa.

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  • Vista oral

    Maribel Romero Soler · Elche (Alicante) 

    —Le aseguro, señoría, que mi tortuga no se comió el calcetín de mi vecino. —Sin embargo —intervino el fiscal—, hay un indicio de que pudo haber sido ella, y es que en otra ocasión se comió el tanga de su vecina. —Pero porque era verde y lo confundió con una hoja de lechuga. —Basta —intervino el juez—, me parece muy triste este alegato. Por favor, que pase la tortuga. El animal entró en la sala con su acostumbrada lentitud y con el caparazón mojado. —Espero que sea importante el asunto —dijo—, nunca salgo de casa los días de lluvia. —¿Se comió usted el calcetín? —preguntó el juez a bocajarro. —Jamás, a mi vecino le huelen los pies. Y quiero aclarar que el tanga de su señora esposa, con sabor a menta, se lo comió mi amo. Ya está bien de cargar siempre con las culpas de otros.

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  • Cuando nazca

    María Victoria Franco Ferrare · Madrid 

    ¿Mamá, porqué hay lluvia en tu cara? Cuéntame otra vez el cuento de la tortuga que se escondió en un calcetín para que no se la comiera un ratón. ¿Pero por qué lloras mamá? ¿Tu abogado te ha dado una mala notica? ¿Vas a ir a la cárcel? ¿Qué existen indicios de que tú matase a Papá? Me prometiste que papá nunca más nos pegaría y ya no lo hace. No llores mama cuando nazca yo cuidare de ti, dile a tu abogado que yo voy contigo a la cárcel. Sabes "mamita" ahora soy chiquito pero cuando crezca seré abogado como ese señor y ya buscare yo un alegato para sacarte de esta. No llores más, papá ya nunca nos hará sufrir y yo siempre estaré a tu lado. Cuando nazca mama, todo cambiara, te lo prometo...

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  • Alegatus interruptus

    José María Rodríguez Gutiérrez · Sevilla 

    Mientras preparaba su alegato, el letrado recibió una llamada de la policía. No la entendió bien. Su cliente había muerto por algo relacionado con la lluvia, el viento y una tortuga. Confuso, tomó un taxi hasta la escena del crimen. ¿Pero había crimen? Nada había dicho al respecto el agente y, sin embargo, era imposible que la policía considerase casualidad que un importante narcotraficante muriese dos días antes del juicio. ¿No había indicios de delito? ¿Creían realmente que lo había matado una inocente tortuga, tan inofensiva como un calcetín mojado? No lograba encajar las piezas del rompecabezas. Impaciente por saber, abordó al policía que acordonaba la zona. - ¿Cómo es posible? –preguntó- normalmente las tortugas no matan a las personas. - Claro –respondió el agente-, normalmente no son de piedra ni caen desde diez metros de altura. En el suelo, hecha añicos, la gárgola yacía junto al infortunado cadáver.

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  • Amor a primera vista

    Alejandro Martínez Turégano · Rivas Vaciamadrid (Madrid) 

    Sentí como la lluvia me calaba hasta los huesos, que el frío me invadía como si hubiera sido trasladada a un planeta helado. No había tenido tiempo de coger un paraguas y sin embargo debía esperar, la voz por teléfono había sonado desesperada. Como abogada sentía el deber de escuchar todas las fuentes fueran o no fiables. ¿Tortuga? preguntó al verme. Tenía el rostro cubierto, la voz firme. Soy yo, le contesté. Corra, sígame, tenemos poco tiempo, me dijo. Apenas si podía levantar la mirada para evitar caerme, me extrañó que llevara los calcetines de distintos colores. Conversamos durante más de dos horas en un portal oscuro. Recogí la información suficiente para que mi alegato fuera definitivo, para constatar el indicio de la culpabilidad del acusado. Pasados unos días recibí un sobre del condenado con su foto, al dorso las palabras “la quiero”, en sus pies, calcetines de distintos colores.

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  • Todo se pega

    Sol García de Herreros · Segovia 

    '-¿No recuerda la historia de la liebre y la tortuga?- me solía preguntar el jefe cuando me quejaba de la lentitud de mi proyección profesional en el despacho. -¿Ha oído alguna vez la fábula de la lluvia de verano?- se explayaba cuando me hacía trab

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  • ¿Jugamos?

    Francisco Castillo Sánchez · Culleredo (A Coruña) 

    '-¿Jugamos a los abogados? -¿Cómo se juega?, preguntó el pequeño. -Pues tú eres el malo y has hecho algo mal y yo soy la abogada y la buena y te defiendo. -Pero si yo no he hecho nada malo, soy un niño bueno. -No, no. Tú tienes que decir lo que has

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  • Código Deontológico

    Mónica Gallego Fernández · Madrid 

    Era su segundo caso como abogado de oficio. El primero, un juicio de faltas en el que apenas intervino, había resultado una empresa demasiado sencilla. Quedaban unos minutos para exponer su alegato y mentalmente repetía, como si de una canción se tratara, las palabras de un antiguo profesor: “el verdadero abogado trabaja en el turno de oficio”. Cualquier indicio de inocencia se disipaba observando la frialdad de su defendido y la duda vocacional crecía de manera inexorable. El presunto violador parecía un mero espectador, impasible, apático, tan solo preocupado porque su calcetín derecho se mantuviera tenso. Las imágenes del delito comenzaron a golpear la conciencia del letrado en forma de lluvia descontrolada. Sintió que la amplia toga se tornaba rígida, como el caparazón de una tortuga, y quiso esconder la cabeza, pero ya era tarde, su turno había llegado.

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  • A puerta cerrada

    Adelaida Giménez Rodríguez · Alicante 

    Todos estaban dentro. La defensa representaba a un homicida. La acusacion particular era la madre de la víctima. El Ministerio Fiscal alguien melifluo.- Su Señoría apareció arrastrando algo semejante a una cola de lagartija que azarosamente intentó enroscar bajo un calcetín. Sus ojos eran profundamente caídos, como de tortuga. Las manos no se avistaban desde los estrados, pero el agente judicial percibió indicios de unas enormes garras como de gárgola fetiche. Mientras la defensa preparaba su alegato, los banquillos izquierdo y derecho fueron succionados por una lluvia de lenguas que se relamían abiertamente. Nadie supo reaccionar al festín que velozmente se desarrollaba en la sala. La monstruosa cola, ahora visible, viscosa, engulló las cabezas de fiscal, abogados y público. Todo acabó en cinco minutos. El juicio más corto de la historia del Juzgado.- Sólo el agente, antiguo interno veinticuatro del psiquiátrico local, se salvó de lo... ¿ocurrido?

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  • Día de juicio

    Patricia Jiménez López · Rivas Vaciamadrid (Madrid) 

    Nadie sabe cómo ni cuándo perdió la cabeza, no hubo indicio alguno. Sólo se sabe que siempre quiso ser abogado; un histriónico abogado de película. Trabaja en silencio, entre sus cartones, concentrado, día tras día. Su pluma es un bolígrafo sin tinta, sus papeles un viejo periódico, su código penal un cuento infantil y su teléfono, donde a veces recibe llamadas de sus clientes, es en realidad un calcetín raído. Todos los miércoles abandona sus cartones y se coloca en medio de la calle. Entre los enormes cuellos de su enorme abrigo saca la cabeza como una tortuga y expone con vehemencia su alegato. De vez en cuando calla, escucha. Luego continúa. La lluvia resbala por su cara y empapa su ropa. Nadie siente compasión, todos ríen o le rehuyen… Pero él no se da cuenta, él está en el juzgado, ante el juez, siendo lo que siempre quiso ser.

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  • El garito

    Nuria Gómez Lacruz · Madrid 

    Llueve. Tengo miedo. ¿Qué pena pedirá el fiscal? Tiene fama de duro. Voy al Juzgado a paso de tortuga, mientras la lluvia empapa mis calcetines. El abogado defensor gana un noventa por ciento de los casos. Pero ¿y si pierde esta vez? Estoy temblando. Mi futuro depende del criterio y la sabiduría del Juez, de que sepa o no distinguir los indicios de las pruebas, la verdad de la mentira. Dicen que es muy bueno. Eso me inquieta. Me registran en la entrada del imponente edificio. Subo a la sala. El Juez abre la sesión y mis manos sudan. Me dispongo a escuchar los alegatos de las partes, mientras palpo en el bolsillo del pantalón el ticket de la apuesta ilegal que hice ayer en el garito de los milaneses: un millón de dólares a que el asesino asqueroso que se sienta en el banquillo es declarado inocente.

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  • Circunstancias

    Miguel Angel Arana Martínez · Pamplona 

    El juez escuchaba mi informe sin dar el menor indicio de interés. Su cabeza calva, firmemente incrustada entre los hombros, asemejaba la de una tortuga que se resguarda de la lluvia en su caparazón. “Lo cierto es que el Ministerio Fiscal no ha probado que mi cliente estuviera en la escena del crimen.” El magistrado se giró y me dijo: “¿Cómo que no?” Me dejó perplejo. No es habitual que te interrumpan en medio del alegato final. “¿Y la prueba de ADN sobre el semen?”. Me aclaré la garganta, pero me salió un falsete: “Es circunstancial”. “Yo más bien diría subnormal”, espetó su señoría. Me quedé sin habla. “¿Nadie le ha explicado a su cliente que el calcetín no se pone ahí?”

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  • Culpable

    Claudia Fernanda Zúñiga Trujillo · Madrid 

    Unos calcetines de hombre tirados en la entrada y luz de velas en el salón no eran buen presagio. Su alma, al igual que el maletín que llevaba al bufete, cayó pesadamente al suelo mientras buscaba indicios de que su mujer estuviera con otro. Una lluvia de recriminaciones inundó su memoria, desbordándose en lágrimas. Sus mejores alegatos los reservaba para casa: demasiado trabajo, lo hacía por los dos, lo nombrarían socio y todo cambiaría,… Este tribunal lo había condenado y estaba pagando su pena. Abrió la puerta de su habitación, atraído por el imán de la fatalidad. -Ha sido usted muy malo letrado.- dijo su mujer, tendida en la cama únicamente con un blusón de cuello de tortuga semitransparente. -Espero haber dejado un escenario del crimen convincente; para castigarlo. Ahora, venga a expiar su culpa.- Esta vez no hubo defensa. Feliz de perder el juicio, se entregó a su mujer.

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  • Colegiado 211

    Amor Lago Menéndez · Valladolid 

    El roto en el calcetín era un claro indicio de la falta de clientes y las minutas impagadas. Su situación económica, muy precaria, rayaba en la indigencia. Por eso, cuando recibió el encargo de defender a un traficante que llevaba varios meses en prisión, la lluvia paró y, entre las nubes, apareció el sol resplandeciente ¡Un nuevo caso! Ahora se encontraba en el centro penitenciario para conocer a su cliente y preparar los alegatos de la inminente vista. Sin embargo, franqueado el último control, sin saber porqué, ralentizó sus pasos como una tortuga. Un oscuro presentimiento que se confirmó al sentarse frente a él, en la desangelada sala del locutorio: “Mi querido compañero, colegiado 211, que mal nos va la profesión…”.

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  • Historia de una abuela

    Nuria Perarnau Andrés 

    La lluvia golpea sin piedad el cristal de la ventana mientras yo espero, resignada, las palabras de mi interlocutora acerca de los hechos. Nada, sólo me relata sus años de juventud mientras zurce un desgastado calcetín y como no muestra indicio de cambio, mi mente comienza a distanciarse. Con el ceño fruncido mi vista se detiene ante un diminuto terrario, donde una tortuga yace muerta. Sin embargo su comida flota, reciente, en el agua. Con una mueca de desesperación en mi rostro, vuelvo a concentrarme en mi testigo. No podré basar mi alegato en su confesión, dudo mucho que haya visto nada pero sonrío al recordar un dicho de mi abuela: ¡habré perdido mis sentidos, pero nunca me abandonarán mis recuerdos! Miro de nuevo a la anciana y esta vez, cómplice, asiento. Comienza a interesarme su historia.

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  • El juez

    Pablo González Cuesta · Madrid 

    Pego seis botes con derivación en arco, como El Ping¡ino de Goma; troto por el despacho con el cuello torcido y la sonrisa de Lewis Armstrong; arrugo los morros y adelanto el maxilar inferior hasta parecer siciliano; también finjo un estertor febril y doy tres rulos que cierro en rotunda genuflexión con cabeza humillada y dedo divino. Entonces me llama mi mujer para desmentir la noticia: su madre, por fin, sí podrá venir. Vuelvo al buró arrastrando los pies, como una tortuga. Me siento. Contemplo un segundo la lluvia otoñal. Y retomo la lectura del alegato de la fiscalía. El indicio del calcetín robado es suficiente. Guimarí†es es culpable.

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  • Inocente sin duda

    Luis Planes García 

    El abogado defensor se afanó en su alegato, resaltando muchísimo, que la acusación se basaba en algún que otro indicio. Por supuesto, no dijo nada del calcetín empapado en sangre, encontrado en el coche del procesado. Para sorpresa de todos, el presunto asesino fue declarado inocente. Tras finalizar el juicio, el abogado se alejo de los juzgados con parsimonia, como una tortuga alejándose de la playa bajo la lluvia. Pensaba, mientras caminaba en que nunca había estado tan seguro de la inocencia de su defendido. Conocía aquel caso hasta en el mínimo detalle. Porque el asesino era él. ¡l había entrado en la vivienda y le había segado el gaznate a su molesto vecino. Luego arrojo el calcetín en un coche con la ventanilla bajada que estaba vacío, en doble fila. La vida, pensó, se compone de casualidades.

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  • El prototipo

    Miguel Angel Gayo Sánchez · Sevilla 

    El Consejo General de la Abogacía fue el responsable del insólito encargo: la fabricación biónica del abogado del futuro. Un ser imperturbable a los alegatos espurios de la parte contraria, ecuánime en la valoración de los indicios, longevo como una tortuga... Con ese proyecto se mandaría al paro a tanto picapleitos incompetente. El día que el prototipo llegó a la sede del Consejo le dio entrada el vigilante de seguridad en horas extemporáneas. Abrumado por la lluvia de la noche decidió probarlo. Se trataba de un prototipo femenino. Enseguida le maravillaron las curvas voluptuosas, los labios carnosos, la mirada picantona. Y es que el prototipo destilaba una sensualidad impropia para el ejercicio del cargo. Consultó el manual y confirmó que el fabricante también diseñaba muñecas hinchables. Contuvo el aliento, pulsó el ON y la opción OTRAS UTILIDADES. De esa noche sólo recuerda que perdió el trabajo... y hasta los calcetines.

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  • El veredicto

    Jara Rupérez Martínez · Madrid 

    El abogado de Toni Marcciano concluyó su alegato apelando a la misericordia del jurado. Confiaba en que pasarían por alto los indicios que señalaban a su acusado como inductor del doble asesinato. Mientras hablaba, paseaba su mirada sobre cada uno de los miembros del tribunal popular. Los indicios no son concluyentes, decía, no quieran cargar sobre sus conciencias el peso de declarar culpable a un hombre inocente. Saboreó cada palabra, se recreó en cada gesto, se movió por el estrado a paso de tortuga sabiéndose el centro de atención. Miró al juez con seguridad antes de sentarse, de nuevo, junto a su cliente; sabía que la lluvia de palabras iba a surtir efecto. El abogado nunca fallaba. Y, con la firme convicción de un veredicto favorable y amparado por la vetusta mesa de madera del juzgado, cogió el calcetín que contenía sus honorarios de las manos de Toni Marcciano.

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  • Inocente

    Kebi Jiménez Rodríguez · San Sebastián 

    Mi abogado pasará pronto a recogerme. Dice que no me preocupe, que esto está hecho: no hay indicio alguno que me inculpe. Dice también que su alegato es brillante y nadie podrá dudar de mi inocencia, la vista es un mero trámite y esta noche lo celebraremos por todo lo alto. Mientras le espero me visto lentamente, con la parsimonia de una tortuga: abrocho mi cinturón, los botones de la camisa, anudo la corbata. En el taxi, camino del Juzgado, mi abogado no para de parlotear, eufórico, exultante. Pero yo apenas le escucho: la lluvia empaña los cristales de la ventanilla y al otro lado, como un espectro que circulara a la par que el coche, veo la cara inerte de la niña, y unas manos que oprimen con fuerza un calcetín en torno a su cuello. Son mis manos, claro. Y mientras, mi abogado sigue insistiendo: esto está hecho.

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  • Falta de pruebas

    José Vicente Pérez Bris · Bilbao 

    En la soledad del despacho, el abogado escribe su alegato final. Lleva un jersey cómodo y parece relajado. Fuma un puro grueso y lo saborea con placer. Afuera la lluvia golpea los cristales, en un claro indicio de que el otoño ha llegado a la ciudad. Detiene la escritura unos momentos mientras rememora la vista de esa tarde. Toda la acusación se basa en el pequeño calcetín rosa que la niña llevaba el día de autos y no fue encontrado. Sin esa prueba, su cliente estará a salvo de toda condena. El fiscal ha trabajado como una tortuga lenta y torpe. Se limitó a seguir el camino fácil. Un padre divorciado, una visita nocturna no pactada y una niña muerta. Veredicto, culpable. El letrado admira la ceniza esponjosa del cigarro, mientras rebusca a tientas en el cajón del escritorio. La mano roza una pieza hecha a ganchillo de color rosa.

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  • El vacío legal

    Miquel Ivars Bañuls · Sueca (Valencia) 

    Preparaba a viva voz el alegato del día siguiente y, de pronto, lo vi, escondido detrás del tomo cuarenta, letras x-z, de la vieja enciclopedia jurídica de mi padre. Torpe, temeroso, solitario como un calcetín sin par, esperando, quizás, que las palabras le ofreciesen un indicio de realidad, de exactitud, aguardando, con la tristeza de un niño en un día de lluvia, que el tiempo, en fin, le permitiese recuperar una vida y una certidumbre inexistentes. Mientras, agazapado en las sombras, sometido a la nada, se atrevió a sacar su pequeña cabecita de su caparazón de tortuga, vi que me miraba a los ojos y me asusté. Era él, sin duda, era...... el vacío legal.

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  • Un día cualquiera

    ¡µlvaro Sánchez Carril 

    Ella se fue, no dejo nada suelto, ningún indicio de donde encontrarla, ninguna razón de por qué se fue, solo me dejo mi fiel compañera; mi tortuga, la única que me entiende cuando digo:¡€™ser abogado no es ser millonario?. Hoy, como todos los días desde que me dejó, he quedado con mi único amigo, el whisky. Solemos quedar todos los días a la misma hora y en el mismo sitio y me atrevería a decir que nunca acabamos bien; somos de opiniones diferentes. Al levantar la cabeza la vi. Aquella mujer que me desnudaba con la mirada se acercó y al oído me susurró. El amanecer se apresura por salir y la tremenda lluvia hace que nos cobijemos en un portal. Junto a la tienda de calcetines es donde dimos rienda suelta a la pasión. A las 9:00 tenía una vista, ¡¨mi alegato?; un éxito, su Señoría seguía mojada.

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  • El indicio

    Angel Silvelo Gabriel · Madrid 

    Nadie entiende que abandone mi brillante carrera en la judicatura antimafia para convertirme en escritor. "Escritor de qué" me espetó el fiscal Gianfranco, a lo que no supe responder con un alegato convincente como hacía encima de mi estrado. Mi auto destierro es una isla paradisíaca del í–ndico donde nadie puede encontrarme. Aquí estoy seguro y ejercitaré mis dotes literarias, que para qué nos vamos a engañar, están íntimamente conectadas con mi experiencia judicial repleta de buenos y malos, policías y mafiosos, jueces y togas. De momento, la lluvia es mi fiel compañera y no me permite quitarme los calcetines y andar descalzo por esta playa desierta. Miro el océano en busca de un indicio, pero sólo veo algo que se dirige hacia mí; es una tortuga. Voy a cogerla, pero cuando la toco, salto por los aires y sólo me da tiempo a ver la cara del fiscal Gianfranco.

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  • Comunicación no verbal

    Miguel Armengot Gómez · Valencia 

    Mi alegato avanzaba a paso de tortuga. Mecía las palabras con la esperanza de que se me ocurriera algún argumento que refutara la lluvia de indicios con los que había amartillado el Fiscal. Era inútil. El calcetín estaba en el lugar del crimen, tenía ADN de mi cliente, y un agujero que cuadraba perfectamente con el desproporcionado dedo pequeño de su pie izquierdo, como con sagacidad demostró el forense. El juez me miraba, aún me miraba, todavía me estaba tomando en serio, me dije, dándome fuerzas para terminar. Señoría, dije gesticulando ostensiblemente, condenar por un calcetín sudado no está a la altura de la justicia del siglo XXI, cualquiera pudo haberlo utilizado después. El juez seguía mirándome, con los ojos abiertos como platos. (Voy bien, sigue abogado). Entonces me di cuenta de que estaba enarbolando el calcetín en mi mano, cual guante, con el dedo meñique asomando por el agujero.

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  • Desparejados

    Elisa de Armas de la Cruz 

    La tortuga se escondió debajo de la piedra grande. Fue el primer indicio del otoño. Hoy ha aparecido la lluvia. Debajo de la cama, hecho un gurruño y cubierto de pelusas, un calcetín gris con lunares rojos desbarata el alegato contra la melancolía que me esfuerzo en construir cada mañana, el brillante abogado rebatido por un triste despojo. Y tan desarbolado como él, tecleo maquinalmente un número. El que eliminé de la lista de contactos y no consigo borrar de mi propia e imperfecta memoria.

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  • Cada seis meses

    M. Karmele Muñoa Arrigain · Bermeo (Vizcaya) 

    Mishi recordaba con tristeza los lejanos días de lluvia en los que su ama preparaba sus causas; dichosos días en los que podía pasar horas rozándose con sus suaves medias de seda o ronroneando en su cálido regazo. éltimamente, no tenía más que montones de calcetines sucios con los que frotarse, mientras la tortuga le escrutaba con indiferencia. Hacía ya cinco meses que no oía aquella palabra que le ponía tan contento porque pensaba que le estaban dando ánimos: ALEGATO. El pobrecito, a pesar de los innumerables indicios y su asombrosa inteligencia, tardó en comprender que, para entenderlos, debía fijarse en el tono de sus amos, más que en las propias palabras. Y aunque era tan inteligente, jamás entendería por qué el juez que a veces visitaba a su amo, decidió declarar la custodia compartida, cuando el pobre Mishi prefería las medias sedosas a los calcetines sudorosos. ¡Cosas de Humanos?!

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  • De fábula

    Manuel Nicolás Andre · Guadalupe (Murcia) 

    Luis acabó la carrera de Derecho un día de sol esplendoroso, en cinco años y con matrícula de honor. De inmediato comenzó a trabajar en un despacho de abogados de prestigio. Yo en cambio tardé diez años, con notas mediocres, un día de lluvia y con los calcetines empapados. Decía que como en la fábula de Esopo él era la liebre y yo la tortuga. Algunas veces me llamaba por teléfono con el único propósito de preguntarme si había algún indicio de cuándo acabaría la carrera. El tiempo y sobre todo el dinero hizo que nuestros caminos se separaran hasta hoy mismo. Me ha saludado huidizo con un leve movimiento de cabeza Ha hecho un alegato brillante pero no ha sido suficiente para que yo dictara una sentencia favorable a su cliente.

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  • Celos

    Pablo Goldbarg · Cambridge (EEUU) 

    Cruzará la puerta en cualquier momento. Traerá, como siempre, al insoportable de su novio. Ella, luciendo la cartera que sólo lleva a los conciertos; él, con el nudo de su corbata en forma de diamante. Me saludarán afectuosamente e intentarán hablarme por unos minutos, aunque sólo estén deseando amarse apasionadamente como si yo no existiera. Disimularán enroscándose en conversaciones sobre leyes y tribunales, o comentarán cómo el violinista de turno ha ejecutado la técnica del legato. Dormirán juntos, ¡a pesar de mi presencia en la casa! Mañana desayunaremos, sin siquiera importarles si yo veo un calcetín en el piso. Mientras tanto, aquella puerta no se abre, y yo sigo aquí, mirando las gotas de lluvia resbalando en la ventana como lágrimas. Lo peor es que ella, a pesar de ser una astuta abogada, no encuentra indicio alguno para darse cuenta que estoy celosa. ¡¨Tan difícil es entender a una tortuga?

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  • El atraco perfecto

    Alfredo Casquero · Madrid 

    Introducir las joyas en el calcetín, y esconderlas en la tortuga de la niña, no fue el error principal. En su alegato, el abogado se las vio y deseó. Hubiera sido una fácil defensa si no fuera porque las huellas dibujaban toda la casa, los pelos de su alopecia formaban una tupida alfombra, las colillas del cenicero evidenciaron el aprecio por el g¡isqui de la bodega. Y de regalo al detective, la llamada al móvil de su mujer desde el fijo de la víctima, para evitar que la lluvia empapara sus zapatillas nuevas. El agente, al ver la documentación caída mientras hurgaba en el joyero oculto bajo las telas, compartió la carcajada con la dueña. Según el magistrado tanto indicio asustaba. Era el caco más tonto jamás conocido. El ladrón, sin embargo, no pensaba igual: ideó entusiasmado su próximo y magistral golpe. Ahora ya conocía los horarios del juez.

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  • Cuestión de criterios

    Ana Saus Vila · Vallada (Valencia) 

    Era el día del juicio final. A última hora de la tarde solo quedábamos los abogados. Mientras el sonido de una lluvia lejana golpeaba los gruesos mueros de la sala, todos preparábamos un alegato que nos permitiese entrar en el ultraterrenal cielo azul. San PEdro se nos acercaba a paso de tortuga desde la lejanía, jugueteando con un manojo de llaves. Por mi mente, y supongo que también por la de mis colegas, empezaron a pasar todas las imágenes de las buenas y malas acciones que habíamos realizado en nuestra vida. Yo no era excesivamente católico, pero a juzgar por las caras de temor de los demás, parecía no haber indicio para preocuparse. El viejo guardián de las nubes había llegado. Con una larga barba plateada y una voz sorprendentemente potente dijo: ' Señores abogados, no queda tiempo. Los de calcetines negros, que pasen. El resto, al infierno'.

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  • Defensa y crisantemos

    Juan Antonio Pérez Morala · Madrid 

    Con el café de primera mañana, Remedios desperezaba esa tortuga que siempre la acompañaba al levantarse. Tendida la mirada a unos blancos crisantemos de su minúsculo jardín, eventualmente impracticable por la lluvia, reflexionaba en cuál sería el letrado adecuado a su caso: si la abogada empollona, amiga de su prima Cristina; o ese otro con pinta de profesor distraído de quien era vecino. A éste, le había visto recientemente jugar al tenis en la pista de su urbanización, luciendo un calcetín blanco, otro azul, y una camiseta tricolor. En su meditación no sabía si dejar el hecho en anécdota o estimarlo como indicio de laxa profesionalidad. Nunca supo por qué, pero al final confió en el abogado multicolor. Su alegato fue convincente y la sentencia aceptable. Pasado un tiempo volvió a verle jugar al tenis con un pantalón harto demodé, pero ella se sorprendió musitando: ¡qué bien le sienta!

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  • Justicia ciega

    Diego José García García · La Coruña 

    El Fiscal esgrimía aceleradamente los indicios que existían contra mí en su alegato: "Conducción temeraria bajo la lluvia, exceso de velocidad sin ni siquiera utilizar los sistemas de alumbrado y, en definitiva, demostrando un absoluto desprecio por la seguridad vial" exclamó para concluir. Y yo ni siquiera podía motivar mi conducta por la apresurada huida de una cama ajena. Mi única salida era la de la tortuga: sólo me cabía esconder la cabeza entre las piernas y esperar que, Su Señoria al regresar aquella noche a su casa, no viera mi calcetín debajo de su cama.

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  • Tortuga y liebre

    Juan Francisco Mármol Aroca · Vélez-Málaga 

    Los indicios apuntaban a lo que resultaba evidente. Tortuga ganó la carrera, mas no porque Liebre alcanzase la meta después que ella… simplemente Liebre nunca llegó. Tras arduas investigaciones realizadas durante siglos se confirmó que como consecuencia de la lluvia, Liebre, en su febril carrera, resbaló produciéndose un esguince, lo cual fue aprovechado por Tortuga, que, conocedora de que pese a tal lesión, en un alarde de valentía, Liebre podría vencerle, extrajo de su caparazón un calcetín sucio con el que le envolvió cabeza, asfixiándola, deshaciéndose del cadáver ocultándolo tras unos arbustos. Las tortugas son longevas, y nuestra protagonista lo es con creces, pues aún vive. En su alegato inculpatorio en el juicio manifestó que Esopo fue su cómplice “para sacarse unos cuartos”, pues el resultado inverso en la carrera no le habría reportado nada. La Sentencia se dictó en voz. Anoche el Juez cenó sopa… de Tortuga.

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  • Salvajes

    Carlos Moro Valero · Boadilla del Monte (Madrid) 

    El dolor del fiscal se filtraba entre los tablones del precario Juzgado. Las víctimas del salvaje ataque parecían ahora más indefensas que nunca. El alegato final del abogado defensor, lento como una tortuga, fue determinante para la exculpación de los criminales de felina mirada. El feroz leguleyo esgrimió que, en tanto no hubiere un indicio del fin de la demoledora lluvia no sería posible condenar al destierro a los hambrientos criminales. Uno de ellos esbozaba una media sonrisa bajo sus bigotes, en tanto que el otro, de negro pelaje, frotaba su blanca patita que, en cierto modo, se asemejaba a un lustroso calcetín. Finalizado el proceso, presas y cazadores, roedores y felinos, vuelven a sus compartimentos. Noé, iza las velas, el arca sigue su rumbo.

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  • Sueño cumplido

    María Antonia Cobos Avilés · Dampierre sous Bouhy (Francia) 

    El otoño me sienta bien y agradezco siempre el final de la canícula veraniega. Soy feliz porque este año acabaré mi carrera de abogado, el sueño de toda una vida. Siempre oculté cualquier indicio que hiciera pensar a mi familia que un día sería otra cosa que fabricante de medias y calcetines en la pequeña manufactura familiar, función que nunca he dejado de ejercer. Hace quince años, con el tesón y el entusiasmo de quien va al encuentro de su verdadera ilusión, decidí empezar la carrera, aunque tuviera que hacerla a paso de tortuga. Los alegatos de mis cuatro hijos, temerosos de que esa repentina y nueva actividad me distrajera de mis obligaciones, no me hicieron desistir. Al salir al portal, una lluvia fina y silenciosa completó mi felicidad. Mi nieto, estudiante de tercer año de derecho, me esperaba en su coche para ir a la facultad.

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  • Será nuestro secreto

    Mónica Vielba Serrano · Valladolid 

    Querido abogado, Primero llegará la lluvia y la noche. Después emperezarás a distinguir una figura que se acerca, un ser oscuro e imponente, un indicio de lo que te espera. No podrás evitarlo. Me sentirás, te esconderás como una tortuga en su caparazón, te atraparé. Entonces me reconocerás y distinguirás a ese cliente que abandonaste, que defendiste sin ningún alegato, pero once años después. Sentirás algo extraño y desapacible. El silencio será total. Sabes que me dejaste desamparado y te llevaste mi dinero. Recordarás el fallo del jurado, mi nota dentro de un calcetín y sabrás que cumpliré mi amenaza. Tu malestar aumentará. Sentirás miedo. Sabrás que no tienes futuro. Me mirarás angustiado. No vas a poder hacer nada. Y sentirás el mal. Este será nuestro secreto?

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  • Su último alegato

    Eduardo López Martínez · Las Palmas 

    Era un día de lluvia. Los abogados defensores con escasos recursos, a diferencia de aquéllos otros que calzan lustrosos mocasines americanos, siempre sienten la lluvia por los pies; concretamente por el agujero del calcetín. El tráfico colapsado sólo permitía avanzar a paso de tortuga. El reloj no perdonaba. Era su gran día: por fin un juicio por asesinato. Periodistas, familiares, flashes, televisión, colegas curiosos y ociosos se agolpaban en la entrada de la audiencia provincial. El -protagonista de la historia- encerrado en su mugriento coche sin encontrar aparcamiento. Un triste indicio más del caos en que su vida se había convertido, pensó en soledad. Por fin pudo acelerar y salir del atasco; lo hizo sin reparar en el peatón con paraguas que se le cruzó repentinamente. La lluvia, la inercia y la casualidad pusieron el resto: acababa de matar al único testigo de la acusación. Había concluido su último alegato?

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  • Un caos relativo

    María Esther Lozano Ramírez · Aranjuez (Madrid) 

    Es imposible trabajar en casa. Llevo toda la tarde para redactar un alegato y, entre palabra y palabra, he preparado meriendas, cambiado pañales, y atendido llantos y quebrantos. Ni la tele ni los juguetes me han dado tregua. De repente, se ha hecho el silencio. Sospecho que nada bueno está sucediendo en el salón, pero necesito acabar. Por fin, me asomo. Todo está devastado, listo para ser quemado. Como nunca. En medio de la vorágine, la tortuga anda desorientada con un calcetín en la cabeza. Sólo se me ocurren tres opciones: apretar el botón de la lluvia radiactiva; meterme en la cama y esperar a que mañana sea otro día; o sentarme a jugar con ellos y disfrutar de su compañía. Elijo la última y, cuando por fin me acuesto, exhausta, sin ningún indicio de que mañana vaya a ser diferente, doy gracias al cielo por ello.

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  • Toga y calcetín

    Ricardo Saiz Gómez · Madrid 

    Tengo una tortuga sabia y en su terrario hay un calcetín con tomate que nadie se atreve a quitarle. Como si de un indicio se tratase, cuando ve nubes negras, se enfunda el calcetín y asoma la cabeza por el agujero a la espera de las primeras gotas de lluvia. Nos parecemos mi tortuga y yo. Los días de vista en el juzgado, como días de tormenta, a la hora de mi alegato yo soy como el animal y mi toga es su calcetín.

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  • Procedente del mar

    Antonio Anasagasti Valderrama · Cádiz 

    No había ni indicios de lluvia, pero Mario apareció en la sala, justo antes de leer el alegato, con el pelo mojado, los calcetines empapados y sosteniendo un cubo de plástico añil con el caparazón vacío de una tortuga que parecía haber sido devorada. Su cliente, un hombre enjuto y con cara adusta, al que la policía había pillado in fraganti en el interior del Aquarium de Madrid cuando comía crudo un atún que había pescado allí, miró al abogado fijamente y se puso a temblar. El letrado, inmediatamente después de declarar que el acusado no era dueño de su voluntad, le lanzó el cubo de agua encima y, éste, se cubrió de escamas rosadas.

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  • El anciano

    Xoan Piñeiro Cochón · Santiago de Compostela (A Coruña) 

    Aquel anciano tuvo que quitar dinero del calcetín para acudir a un buen jurista. A sus años, un grupo de activistas con vocación de ONG ecológica le había denunciado y una juez apreciaba en su conducta a saber qué indicio de delito por maltrato reiterado a quién sabe qué especies animales. Tocaba defenderse y pidió cita. Su abogado tenía un perfil de águila, una expresión felina, un cenicero hecho con el caparazón de una tortuga y una experiencia en querellas como para formular un alegato de inocencia por todo lo alto. Le recibió en una tarde de borrasca y alabó la larga barba de su cliente. Sabía que la lluvia le traía viejos y gratos recuerdos al anciano, y no dudó en tranquilizarle con voz persuasiva: Me encargo de todo y no tenga la menor duda de que vamos a ganar, Noé.

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  • La abuela

    José Aristóbulo Ramírez Barrero · Bogotá (Colombia) 

    En su alegato, el fiscal le dijo a mi defendido que apestaba como calcetín de gitana y que era lento de mollera como una tortuga aterida por la lluvia. Yo, vacío de argumentos, sin un indicio claro a mi favor, aproveché ese error para solicitar la suspensión del juicio hasta mañana. Aquí está el expediente, abuela. Léelo y búscale la quinta pata al gato. Mi cliente es el peluquero que heredó la fortuna de Lina Piernagorda. Si me ayudas a que el viento sople a nuestro favor, te compraré todo un barril de whisky sello azul y un boleto para la final de la UEFA Champions League. Confío plenamente en tus dotes. Aunque nadie más lo sepa, no hay abogado en el mundo más astuto que tú, aunque nunca hayas pisado una escuela de leyes.

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  • Palabra de letrado

    Rocío Romero Peinado · Santurtzi (Vizcaya) 

    La lluvia no ha dado tregua durante semanas y tu tortuga sigue en la puerta. Creo que aún te espera. Como yo. Salgo al jardín cada media hora y observo el camino embarrado. Me empapo el traje de los juicios, vuelvo a entrar mojándolo todo y tengo que apartarla del felpudo a empujones. El desprecio brilla en sus ojillos de saurio. Mientras me vigila, finjo revisar mis notas sobre el nuevo caso. Aún sigue en casa porque no quiero mostrar indicios de desesperación, pero ella lo sabe. Continúa arañando el parquet con esas uñas, despacio, sin moverse del sitio. Amor, yo estoy manteniendo mi promesa. Ni siquiera he vuelto a ponerle aquellos calcetines rojos que la dejaban inmóvil de pavor y silenciosa, por fin. Créeme, ya soy un hombre de familia. No habrá más alegatos nocturnos, ni casos improrrogables. Le compré comida. Los dos te esperamos. Palabra de letrado.

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  • La duda

    María Cristina Hidalgo Ordás 

    Estaba disfrutando del éxito de mi alegato del juicio de ayer. Puse de manifiesto que un calcetin en el lugar del crimen no era necesariamente un indicio de culpabilidad de mi cliente. La lluvia había borrado cualquier huella. Me sentí confiado. Me fui a comer contento. Para celebrarlo, tomaré algo exótico, pensé, sopa de tortuga. Mi movil suena. Me informan que otro crimen se ha producido. Pienso en mi cliente, me surgen dudas. ¡¨Habrá sido él?. Se me atraganta la sopa. La angustia me invade. No soporto la incertidumbre. Voy directamente a verle. No está. Le busco por todas partes. Me acerco a su despacho, registro sus cajones y en uno aparece un calcetín sin pareja. Empiezo a gritar. Oigo una voz conocida, mi padre me está mirando. Le miro a los ojos y luego bajo la mirada: veo los calcetines de mi sueño en sus pies.

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  • Pasen y vean

    Mayte González-Mozos 

    La corbata no era lo único que le ahogaba. Un alegato le tenía absorbido el coco. Aquella tarde decidió tomársela libre. Cogido de la mano, y al paso de tortuga de su hijo, se dirigieron a las gradas donde mejor se viera el espectáculo; cerca de la arena, lejos de su último caso. Disfrutaron embelesados. Al terminar la función la lluvia mojó las piernecitas y los calcetines del niño, y a él se le aguó la fantasía, esa que durante dos horas no tuvo límite. Sintió un indicio de ansiedad de la que no podía defenderse. Después, con paso triste, se dirigió a su limitado bufete. Y allí lo encontró la ex-mujer el día que no acudió a recoger su hijo. El teléfono seguía sonando, y él, enterrado entre expedientes yacía sobre el escritorio presidido por la foto de su boda. Tenía una bola roja encajada en la nariz.

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  • Noches de lluvia

    Alberto Artaza Varasa · A Coruña 

    Aunque extremaban la discreción - sólo se veían en noches de lluvia - lo de la jueza y el apuesto letrado era un secreto a voces. Era una plaza pequeña, de esas en las que la vida discurría a paso de tortuga y cualquier conducta que se saliera de la rutina ya era un indicio de algo. Se calculaba que llevaban cuatro años de relación, porque en ese tiempo el letrado no había perdido un solo pleito en su juzgado, incluso en juicios en los que no había realizado alegato alguno. Una época de prolongada sequía propició que trascendiera lo suyo con la fiscal, además de por un calcetín extraviado y porque a la siguiente sentencia a su cliente le cayeron 15 años. Consiguió la absolución en la Audiencia, donde también hacía cuatro inviernos que no perdía ninguna apelación...

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  • Mea culpa

    Miguel Angel García Rodríguez · Valladolid 

    Caminaba a paso de tortuga bajo la lluvia en dirección a los juzgados. Sabía de antemano que iba a perder el pleito; él, el gran abogado defensor que nunca había perdido un juicio. Esta vez era distinto, una prenda en la escena del crimen resultaba ser un indicio sólido que delataba indefectiblemente al acusado, y no dejaba lugar a dudas sobre la relación entre la víctima y el ejecutor. Le consideraban el mago del alegato, capaz de convencer al jurado más terco. Pero ese día no iba a poder desplegar su magia, ya que, por primera vez, era él mismo el que se sentaba en el banquillo de los acusados, y sabía a ciencia cierta que ese calcetín era de su propiedad.

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  • La buena amiga

    Gabriel Bevilaqua · Buenos Aires (Argentina) 

    A mí me gusta dejarme los calcetines puestos cuando hacemos el amor. A María le encanta hacerlo los días de lluvia. El problema es que a ambos nos desagrada lo que al otro le apetece. Tras numerosas discusiones acordamos aunar lluvia y calcetines. Funcionó hasta que Irene, la amiga abogada de María, le metió en la cabeza que lo mío con seguridad ocultaba alguna patología. Dicho lo cual, le ofreció sus servicios profesionales dado el inminente divorcio que avizoraba. Al saberlo, fui a buscarla y la increpé en medio de un alegato. Me detuvieron, pero Irene intercedió por mí: un indicio de humanidad que no le esperaba. Además, me invitó una copa. Al rato sonó el celular de Irene. Era María. Irene le dijo que no se preocupara, que me había puesto en mi lugar; mientras, clandestinamente, no dejaba de acariciarme por sobre los calcetines con su tortuga de juguete.

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