Comunicación no verbal

Miguel Armengot Gómez · Valencia 

Mi alegato avanzaba a paso de tortuga. Mecía las palabras con la esperanza de que se me ocurriera algún argumento que refutara la lluvia de indicios con los que había amartillado el Fiscal. Era inútil. El calcetín estaba en el lugar del crimen, tenía ADN de mi cliente, y un agujero que cuadraba perfectamente con el desproporcionado dedo pequeño de su pie izquierdo, como con sagacidad demostró el forense. El juez me miraba, aún me miraba, todavía me estaba tomando en serio, me dije, dándome fuerzas para terminar. Señoría, dije gesticulando ostensiblemente, condenar por un calcetín sudado no está a la altura de la justicia del siglo XXI, cualquiera pudo haberlo utilizado después. El juez seguía mirándome, con los ojos abiertos como platos. (Voy bien, sigue abogado). Entonces me di cuenta de que estaba enarbolando el calcetín en mi mano, cual guante, con el dedo meñique asomando por el agujero.

 

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