XVI Concurso de Microrrelatos sobre Abogados

Ganador del Mes

Imagen de perfilPara que nunca lo olvides

Ignacio Hormigo de la Puerta 

Mi defendido ha infringido la ley por primera vez a la provecta edad de ochenta y siete años. Se le acusa de ignorar el decreto que señala los muros de titularidad municipal donde está permitido realizar grafitis para ir a hacer una pintada en el mismísimo ayuntamiento. Existen diferentes formas de afrontar la enfermedad terrible que sufre su esposa, él decidió hacerlo armado con un aerosol de pintura. Quería proteger a toda costa los recuerdos que con tanto cariño construyeron juntos, impedir que el desmoronamiento de la memoria convirtiera en algo efímero una historia de amor que dura ya setenta años. Frente a la ventana del cuarto de su mujer en la residencia de ancianos, está el consistorio. En su fachada, escrito en enormes letras rojas, puede leerse: Te llamas María y ninguna mujer ha sido tan amada como tú. Siempre tuyo, Sebastián.

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El más votado por la comunidad

Imagen de perfilLejos de la juventud

Montse Colmenarejo 

Con aspecto decidido, Elena acudió de buena mañana al despacho. Necesitaba que le tramitáramos medidas de apoyo para personas con discapacidad. Su prioridad era proteger su persona y salvaguardar sus bienes. «Necesito afrontar jurídicamente mi progresiva pérdida de memoria», dijo. Menuda sorpresa se iban a llevar sus hijos si pensaban que alguno de ellos iba a ser su curador por decreto. De eso nada. Su curador sería Manuel, su primer novio. Aún recordaba su nombre, sus ojos aceitunados, su piel morena, y aquellas aspiraciones de querer comerse el mundo juntos. El alzheimer todavía no se había llevado eso. La nada no era absoluta. Aunque no sabía por cuánto tiempo, ella y Manuel, ahora viudos, tenían algo pendiente. —Tal vez fui del gremio —se despidió del despacho con una pícara sonrisa—, me siento cómoda entre abogados. A veces, mientras limpio, rememoro artículos del Código Civil y siento un efímero regocijo.

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Relatos seleccionados

  • Imagen de perfilEl aplazamiento

    Pablo Vázquez Pérez 

    Se despierta por necesidad, casi por decreto. El último sueño que recuerda parecía efímero aunque recurrente. Esos faros repentinos de un todoterreno al cruzar la calle, mientras intentaba proteger a su cliente del atropello. Después el impacto. Luego la oscuridad.
    La medicación y los cuidados de las enfermeras han hecho su efecto. Mira el bote de suero que tiene pinchado en su mano. Ahora tendrá que afrontar lo que le digan los médicos.
    Ella es fuerte, igual que su memoria. Mira las paredes y busca un calendario en la habitación del hospital.
    Calcula los días pasados desde el accidente. Todavía es febrero y aún están en plazo para retomar el caso.
    Sonríe.

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  • Imagen de perfilPerseguido

    JUAN PEDRO AGÜERA ORTEGA 

    Disparos en la calle. Venían a por él. Otra vez debía afrontar la persecución, pero nunca habían estado tan cerca. Recogió los documentos y los guardó en su ajado maletín, aquel que tantas veces lo acompañó a los juzgados. Se embutió la gabardina gris y salió por una ventana lateral del despacho. Mucho habían tardado...
    Había ejercido como abogado algún tiempo sin que descubrieran su pasado. Durante ese efímero periplo había recopilado suficiente información sobre las ejecuciones sumarias, los juicios sin defensa y las demás injusticias cometidas por el régimen. Debía proteger aquella memoria de la infamia y llevarla a la frontera. Si nadie denunciaba aquellas atrocidades ante el tribunal internacional, jamás se acabaría con el exterminio que se estaba produciendo a golpe de decreto militar.
    Recorrió las oscuras calles ignorando el toque de queda. Subió al coche que lo sacaría del país... más los disparos anticiparon su huida...

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  • Imagen de perfilTiempo de retirada

    Julia Lucía Pariente 

    Para afrontar mi último juicio decidí tirar de memoria. Llevaba casi cuarenta años ejerciendo como abogado, así que una intervención en sala no tenía mayor misterio para mí.

    Después de un inicio tedioso con las ratificaciones de las partes y la lectura de algún que otro decreto, llegó el momento estelar: la testifical de la ex amante de mi cliente, el acusado.

    Improvisé una estrategia agresiva, decidido a desequilibrar a la testigo con mi veteranía. Sin embargo, a la jueza pareció no gustarle y no cesó en interrupciones varias. Aquello me desconcentró por completo, así que por un momento efímero desconecté y tuve que dar por concluido anticipadamente el interrogatorio.

    Lo peor no fue el fracaso estrepitoso, si no la sonrisilla del abogado imberbe de la defensa.

    Recogí mis cosas y me retiré con la cabeza alta para tratar de proteger mi reputación herida. Claramente era hora de retirarse.

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  • Imagen de perfilINSTINTO DE CONSERVACIÓN

    Ana María Abad García 

    Mi memoria ya no era la de antes: era preciso afrontar la penosa realidad y tratar de proteger los conocimientos que aún quedaban en este decadente cerebro mío antes de que se evaporasen por completo. Me tumbé en la camilla, dejé que la enfermera me conectase al estrafalario aparato y traté de relajarme. Debí quedarme dormido y, al despertar, me sentía raro; entrar en calor parecía imposible y no notaba los dedos de las manos ni de los pies. Un pensamiento efímero cruzó por mi mente: habían volcado mi ser en una máquina y yo ya no era Yo, sino una Inteligencia Artificial con mi consciencia intacta y toda mi vasta erudición legal. “Bobadas”, pensé, seleccionando una carpeta y procediendo a despachar decreto tras decreto a velocidad pasmosa, arrullado por el leve zumbido de fondo de mis circuitos en el interior de mi flamante carcasa metálica.

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  • Imagen de perfilHaití: Salven Nuestras Vidas

    Yván Borjes Hernández 

    Con lágrimas como tinta y determinación como pluma, estudié Derecho desafiando el decreto cruel de la pobreza. Al graduarme, abrí mi oficina en un cuarto de la casa, ocupado con tan solo un escritorio, una silla, un archivador y un corazón alimentado, decía papá, "con sueños de justicia efímera". Día tras día, sin cesar, cincuentenas de paisanos llamaron a mi puerta. Voces indefensas, perdidas en una memoria ancestral de leyes olvidadas. Indignado, alcé mi voz para proteger sus derechos; tuve que afrontar inevitablemente las fuerzas oscuras de la corrupción y del pandillaje, tan temibles como los terremotos que azotan la isla. Por cada caso defendido, una amenaza llegó. Anoche, mientras cerraba la oficina, caí tendido en el suelo. Como cayó mi amigo Monferrier Dorval. Él, silenciado; yo, vivo de milagro. Mientras me preparo para abandonar este hospital, me pregunto, esperanzado, si la misión internacional pronto vendrá a tender la mano.

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  • Imagen de perfilRECUERDOS COMPARTIDOS

    Alberto Ferran Royo 

    Como cada tarde, Antonio visita a su padre en la residencia. Le espera en su habitación, con dos sillas preparadas, dispuesto a conversar. Y es que siempre recuerdan juicios ganados por sorpresa, casos perdidos estrepitosamente, clientes memorables y otros muchos para olvidar. El tiempo es efímero, pero treinta años de ejercicio juntos, padre e hijo, dan para mucho. Hoy se centran en hablar sobre los inicios de Antonio en el despacho. Su padre fue un jefe de ordenar por real decreto, estricto e inflexible. «Solo te quería proteger», confiesa a su hijo.
    Lo que el padre de Antonio no sabe es que, ahora, es su hijo quien le protege a él. Las visitas diarias son la excusa de Antonio para ejercitar la memoria de su padre, siguiendo las recomendaciones del neurólogo. Toda la vida se han dedicado a afrontar unidos las adversidades y el Alzheimer no será la excepción.

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  • Imagen de perfilDiario de un desmemoriado

    Almudena Pérez Cruz 

    Llevaba cinco años intentando proteger sus recuerdos del tiempo implacable. No quería olvidar ni un detalle de lo que ocurrió aquella mañana; deseaba mantener en su memoria todos los pasos que dio hasta llegar al juzgado. Se le mostraban nítidos en su cabeza la ducha, el desayuno, el beso de su mujer, el rostro del taxista que lo llevó…
    Por eso apuntaba en un cuaderno cada mañana la fecha, que siempre era la de aquel día, porque estaba anclado en esa sala, frente al tribunal, en el instante en que se quedó en blanco y sin argumentos para defender a su cliente. Debajo de la fecha lo mismo día tras día, para no olvidar que todo es efímero, que hay que afrontar el futuro como si fuera un decreto y que no se va a dejar matar por esta enfermedad que le roba cada noche un poquito de sí mismo.

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  • Imagen de perfilUna tarea pendiente

    Ana Haro Redondo 

    Escuché de niña la historia sobre el fusilamiento de mi abuelo. Al final de la guerra se lo llevaron a dar un «paseo» que acabó en una fosa común cerca del cementerio, con otros tantos del pueblo. Él era el herrero, igual que luego lo fue mi padre, que tuvo que afrontar el negocio con tan solo doce años para ayudar a su madre y a sus cuatro hermanos.
    Mi abuela se murió de luto sesenta años después, tras llorar cada noche por no haber enterrado a su marido: un llanto efímero que le duró toda la vida. Decía que no se podía morir así, que tenía que proteger su alma. Quizá por eso estudié yo Derecho, para ser parte de aquel Decreto Ley de Memoria que ha permitido hoy identificar los huesos de mi abuelo, el herrero, para que, junto a mi abuela, al fin puedan descansar en paz.

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  • Imagen de perfilLeyes y Risas

    ANDREEA acarabat@iesjulioantonio.cat 

    El alcalde, Don Eustaquio, tenía una debilidad por los decretos extravagantes. Un día, decidió emitir un decreto efímero: se tenía que llevar calcetines de colores diferentes los martes. Nadie entendía porqué.

    La noticia se propagó como un virus. Los habitantes no sabían afrontar el dilema: ¿cómo cumplir con semejante absurdo? Eduardo Memoria, el abogado local, convocó una asamblea en la plaza central. “¡Ciudadanos!”, exclamó desde un improvisado atril. “Hemos de proteger nuestros derechos calcetineros. El decreto de Don Eustaquio es tan efímero como un suspiro. Pero, ¿qué hacemos? ¡Convertimos los martes en el Día Nacional del Calcetín Desparejado!”

    La multitud aplaudió. Los martes se llenaron de calcetines desparejados. Los habitantes lucían combinaciones imposibles. Don Eustaquio, perplejo, se rindió ante la marea calcetinera.
    Y cada martes, Eduardo sonreía. Porque, al fin y al cabo, la ley puede ser tan efímera como un chiste, pero la risa perdura.

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  • Imagen de perfilCINCO LOBITOS

    MANUEL MONEDERO GUTIERREZ 

    No quería venir, se lo dije a mamá, pero insistió increpándome que ya era mayor para afrontar estas cosas.

    A mi derecha, tres señoras muy serias vestidas de negro. A mi izquierda, otras dos también de negro con cara de circunstancias. Y frente a mí, el que llaman “su señoría” que, cómo no, también va de negro... Bisbiseo a mamá, pegada a mi lado, por qué me vistió de rosa, pero me hace callar.

    Su señoría lee algo de un decreto. Luego me anima a hablar, pero me niego. Persevera con insulsa verborrea... que el dolor es efímero, que me quiere proteger, que haga memoria...

    Empiezo a cantar “cinco lobitos” y mamá me regala un codazo. Canto más fuerte y su señoría le pega al martillo. Opto por taparme los oídos para desgañitarme vociferando la misma canción que susurré cada noche confiando en que papá terminara con aquello cuanto antes.

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  • Imagen de perfilDESORDEN

    ANTONIO LUIS MIRANDA SANCHEZ 

    Cierro los ojos para intentar huir de esta conversación que no entiendo, para evitar esa mirada adornada por una sutil sonrisa que me resulta desconocida. Quiero irme a mi casa, pero una voz serena me asegura que ya estoy en ella. Vuelvo a abrir los ojos en un efímero intento de despertar. ¿Estaré soñando? Me quiere proteger, me dice mientras toma mi mano y la acaricia con ternura. Noto su viva calidez. Sigue hablándome, pero sus palabras se diluyen en lo más profundo de mi memoria. El tacto de su piel es suave y me concentro en esa agradable sensación. Las frases de su discurso se desordenan como piezas caídas de un puzle incompleto: “Decreto del gobierno”, “meses o años”, “recurso pendiente”, “afrontar el procedimiento”, “desahucio paralizado”. Quiero volver a casa, le repito. Me siento confundido, no comprendo nada. Indeciso, pregunto:

    — ¿Eres mi hija?

    —No, Jaime, soy tu abogada.

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  • Imagen de perfilEn Babia

    Jesús Marinetto Iglesias 

    Sueño que llego tarde a un juicio, que el despertador no suena, que pierdo el tren y que, cuando llego a la sala de vistas, el juez ya se ha marchado. Un sueño recurrente, una pesadilla.
    En cuanto abro los ojos, me pongo en marcha y llego antes de que abran las puertas de la Ciudad de la Justicia. He tenido suerte, ni colas, ni retrasos, ni atascos.
    Mientras espero, intento recordar de memoria el decreto del letrado de justicia. Mientras desespero, me dispongo a afrontar un nuevo desafío para proteger a mi cliente, pero no aparece. Tampoco veo a los funcionarios o a los jueces entrar por la puerta de servicio preferente; tampoco a los procuradores ni a los colegas en la fila.
    El portero sigue sin aparecer. Pregunto a un transeúnte. Es sábado, dice sorprendido. Se me desploma la mandíbula.
    Los juicios, como los sueños, son algo efímero.

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  • Imagen de perfilEl libro

    Paloma Hidalgo D 

    Más que los cambios físicos, lo que peor llevaba mi padre de esta vejez impuesta por decreto, como él decía, por ley de vida, era afrontar que los lapsus que iban apareciendo en su memoria, no fueran algo efímero. Se apuntó a todo tipo de terapias, estimulación cognitiva, tratamientos con perros, musicoterapia, con el fin de proteger sus recuerdos, pero poco a poco dejó de regalarnos, en las sobremesas de los domingos, los relatos de esas experiencias apasionantes que contaba tras toda una vida dedicada al turno de oficio. Esas vivencias que fui recopilando en un libro, en forma de cuentos, para que sus nietos, en proyecto entonces, pudieran conocer lo que me impulsó a seguir sus pasos, y a convertirme en esta abogada a la que llaman mamá, la que siempre intenta llegar a tiempo de leerles uno antes de dormir, aunque no siempre lo consiga.

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  • Imagen de perfilLejos de la juventud

    Montse Colmenarejo 

    Con aspecto decidido, Elena acudió de buena mañana al despacho. Necesitaba que le tramitáramos medidas de apoyo para personas con discapacidad. Su prioridad era proteger su persona y salvaguardar sus bienes. «Necesito afrontar jurídicamente mi progresiva pérdida de memoria», dijo.

    Menuda sorpresa se iban a llevar sus hijos si pensaban que alguno de ellos iba a ser su curador por decreto. De eso nada. Su curador sería Manuel, su primer novio.
    Aún recordaba su nombre, sus ojos aceitunados, su piel morena, y aquellas aspiraciones de querer comerse el mundo juntos. El alzheimer todavía no se había llevado eso. La nada no era absoluta.
    Aunque no sabía por cuánto tiempo, ella y Manuel, ahora viudos, tenían algo pendiente.

    —Tal vez fui del gremio —se despidió del despacho con una pícara sonrisa—, me siento cómoda entre abogados. A veces, mientras limpio, rememoro artículos del Código Civil y siento un efímero regocijo.

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