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JUAN LOZANO GARROTE 

Comencé ejerciendo la abogacía en el patio del colegio. Allí todo era un juicio rápido y sumarísimo. Los delitos que se cometían no pasaban más que por esconder la mochila al prójimo, robarle el bocata o la guía del alumno. Eso sí, en la instrucción de cada caso se hacía imprescindible una minuciosa investigación: recopilación de pruebas, careo entre testigos («fue Fulano, fue Mengano»), etc. Para reparar el delito a veces se exigía dar una vuelta al patio del colegio, comprar un bocadillo al ofendido o hacerle los deberes durante una semana.
Recuerdo mi primer caso. Mi cliente era «el Tripas» y estaba acusado de robar un bocata de chorizo a Julen. Pese a las pruebas incriminatorias (manchas de grasa en los dedos, migas en la mochila y un trozo de papel albal en el pupitre), logramos la libre absolución. Fue entonces cuando comprendí que lo mío era vocacional.

 

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