Imagen de perfilLa desaparición de la fiscal Piris

María Gil Sierra 

Le pareció un “sinsentido”, una colección absurda de alegaciones con las que la empresa pretendía evitar la sanción. Sus vertidos tóxicos eran, sin duda, los responsables de contaminar el riachuelo. Pero a nadie le interesaba proteger la salud de esos desgraciados venidos del infierno para instalarse en chabolas junto a sus aguas. Y decidió que ella misma iría a investigar.
Al principio el taxista fue agradable, pero se negó a entrar en el poblado. “Y usted tampoco debería”, le dijo. Tenía miedo. Miedo de sus ritos paganos, de las desapariciones. Eso se comentaba. La fiscal Piris bajó del auto y atravesó el umbral fronterizo. No creía en las habladurías. Sin embargo, le extrañó ese silencio estrepitoso y negro. Avanzó guiada por las aguas putrefactas, hasta que escuchó los cánticos que un grupo de personas entonaban alrededor de una pira de madera. Todos se giraron hacia ella, como si la esperaran.

 

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