Imagen de perfilUn pueblo llamado Comala

Ander Balzategi Juldain 

Apareció Aquilino en el pueblo como el viento del sur, repentino y embravecido. Entró en mi despacho y levantó el polvo ceniciento que cubría los muebles y las carpetas. Dejó sobre la mesa un calcetín raído y exclamó “aquí están las pruebas. Dicen que ahora se puede obtener su rastro y demostrar que era mi padre”.
Ya estaba harto de representar a los locos, a los idealistas y a los desfavorecidos, y no sabría donde encajar a Aquilino. Su padre nunca lo reconoció como hijo y el había porfiado por obtener su reconocimiento, luego su hacienda.
Le recomendé que cesase en su empeño, la reclamación ya había prescrito. Él no entendía el concepto de la prescripción, a pesar de que en ese pueblo de mala muerte no quedásemos más que los cactus y los fantasmas. “Da igual”, respondió, “reclamo el derecho consuetudinario de las ánimas a vagar en sus propiedades”.

 

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