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Miguel Ángel Arana Martínez 

Aquél fue el cliente más extraño que me deparó el turno de oficio. El intérprete sudaba tinta, trasladando a su idioma nativo los cargos de que se le acusaban, mientras él sacudía la cabeza en señal de negación. Llegó mi turno de abogar a su favor:
«No hay prueba alguna de que mi cliente sea propietario del instrumento del delito.»
La mirada que me dedicó el Juez fue suficiente para censurar mis palabras. Señaló cansinamente:
«Su firma consta en el albarán de entrega, letrado.»
Acto seguido, pronunció su fallo:
«Condeno al acusado a la pena de cadena perpetua, como reo del delito de adquirir un anillo para gobernarlos a todos; un anillo para encontrarlos, un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas. Llévenlo al calabozo.»
Los guardias escoltaron a Sauron hacia la puerta. En fin. Miré el reloj. Tenía diez minutos para preparar el siguiente caso.

 

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