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Ander Balzategi Juldain 

Me llamaron nada más tener noticia del auto judicial que exigía el derribo del edificio. La sala resolvió que la servidumbre de protección era de cien metros y el enorme complejo de mis clientes apenas distaba veinte metros de la costa. No parecía haber alternativa legal. Las obras estuvieron cuarenta años paralizadas y el desamparo del edificio terminó atrayendo a mis clientes, como atrajo el óxido a las barandillas, los montículos de arena a las terrazas, las cicatrices del sol a las baldosas o el desconchado a las paredes. En fin, que los echaban, y me miraban a mí como si yo pudiese regalarles más tiempo. “Presenta un último recurso, lo que sea”, suplicaban. Yo me mostraba impotente, no se daban cuenta que aún siendo abogado en el fondo no era más que un fantasma, como ellos.

 

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