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Ana Isabel Velasco Ortiz 

Las palabras llegaban encadenadas y tenía la certeza de transmitir con claridad el temor visible casi tangible, de aquel colectivo en riesgo de extinción.
Insistí en el deber moral de preservar un oficio ancestral que sustentaba el equilibrio de nuestro ecosistema.
Fijé las pupilas en el grupo de mujeres de la sala y acaricié el tejido de la toga.
_ Sin ellas, no existiría la ropa que nos guarda del calor, el frío, que nos cobija y envuelve… Nada. Rematé.
Terminada la disertación, el silencio se abrió paso, cesó el murmullo general.
El juez sentenció que sin remedio, tal y como relataba el cuento, la bella durmiente acabaría por herirse con el huso y derogaba la orden real de destrucción de las ruecas del país.
Ahora, las hilanderas siguen hilando y narran la extraña historia de una joven que durmió cien años. Es una especie de tradición, de conjuro protector.

 

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