Imagen de perfilEl amor dormido

María Gil Sierra 

Una lluvia viscosa y gris acompaña al juez Villaseca a la escena del crimen. De repente, siente un maremoto conectado al epicentro de su corazón. La mujer yace boca arriba. Y su rostro inocente le abre las puertas de la memoria. El retorno a aquel verano en el pueblo. Los pactos entre los amigos: “Nada de chicas”. Hasta que apareció ella. Y, sin formular ni una sola palabra, decidieron quererse para siempre. Después, la universidad, su noviazgo con la hija del catedrático de civil, la boda, el tedio.

“Era la cocinera del centro —interrumpen sus pensamientos—, los indicios apuntan hacia un crimen machista”. Aunque la científica continúa informando, él ya no escucha. Solo piensa en Graciela — la víctima—, en sus cartas semanales con aroma a lavanda. Estuvo recibiéndolas durante más de un año, recuerda. Pero nunca las leyó. Por cobarde, por temor a no poder dejar de amarla.

 

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