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Jerónimo Hernández de Castro 

En sus tiempos de abogado del turno de oficio consideraba que lo fundamental para ayudar a un defendido era despojarse de cualquier atisbo de orgullo, y mantener la concentración en las palabras de la acusación sin interrumpirla jamás. Pronto se percató que la credibilidad de sus amables alegatos influía muy poco en el veredicto de los jurados, abrumados por la contundencia del ministerio fiscal; y la pérdida de un caso tras otro, le abrió los ojos para cambiar de táctica.
Pronto se convirtió en la pesadilla de los juzgados al cuestionar cada frase, prueba o testimonio dirigidos contra sus clientes, acercándose peligrosamente al desacato, para ser en poco tiempo el abogado de más éxito de la ciudad.
Ahora que dirige su propio bufete dedica sus esfuerzos a litigar contra cualquier imitador de su método que, según él, nada tiene que ver con el galope de ese tal Gish.

 

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