Imagen de perfilJUICIOS DE VERANO

Ángel Montoro Valverde 

—Nada te pasará si confiesas.
—Eso nunca.
—Ya lo veremos —dijo el alguacil mientras volvía a sumergir la cabeza de la niña, que braceaba espasmódicamente buscando oxígeno.
—Vale, fui yo —tragó agua mientras se incriminaba, para regocijo del inquisidor que presenciaba el interrogatorio—. Pero… tengo derecho a la última palabra.
—Habla.
—Pido la nulidad. Obligarme a declarar mediando torturas y engaños es vulnerar mis garantías procesales.—Actuaba como quien remedase situaciones muy familiares, con la cantinela de recitar las tablas en el colegio—. Y subsidiariamente suplico la libre absolución por ausencia de dolo.

El alguacil, hermano mayor de la confesa me miraba entre pasmado y divertido.

—Así sea. ¡Absuelta! —sentenció el padre convertido en juez.

Desde la hamaca, relajada, visualizo a mi hija como digna heredera del despacho, mientras el mojado cuerpo del delito, un móvil chino de antepenúltima generación puesto a secar, agonizaba.

Nadie llama. Un gustazo.

 

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