Imagen de perfilEl guardián del archivo

Carolina Navarro Diestre 

El ujier clavó sus ojos en una joven que jugueteaba con el móvil: «delante del tribunal no está permitido, por favor». No obtuvo respuesta, pero no dejó pasar la oportunidad de recriminar su comportamiento con un mohín de reproche. Luego se acercó a saludar a la guapa taquígrafa, la cual tampoco devolvió el gesto. En fin, se dijo. Estaba habituado a ser ignorado hasta la extenuación. De vez en cuando gustaba de pararse frente a los miembros del jurado a interpretar sus gestos o se detenía tras al banco de los acusados a erradicar con perfume el olor amargo de los culpables. Él acontecía el habitante perenne de ese lugar, su custodio y su población. Desde el día en que perdió el empleo, el ujier no había salido de esa sala judicial.
Sólo una sensación de vulnerable indefensión le sacudía cuando pasaba frente al archivo, la estancia donde se ahorcó.

 

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