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María del Mar Suárez Sanabria 

-¡Está maldito! –me aseguró.
Yo miraba el anillo. Al lado había dejado un albarán en el que se podían ver estampados lo que parecían tres seises.
Según él, el hombre que se lo vendió era un brujo. Su gato había fallecido en extrañas circunstancias y estaba como un roble. Otro tanto la tortuga. Y su cotorra que hablaba tres idiomas, había enmudecido.
-Solo mira horrorizada “esa cosa”, – me dijo señalándolo.
Acerté a colocar el Código Civil en línea con el abrecartas de mi colega y mujer, en el que había grabado: “Todos tienen derecho a una defensa. No censurar”.
De reojo miraba mi toga recién recogida de la tintorería y, me preguntaba de qué forma abogar por esta causa ante el tribunal. Tendría que buscar un chamán. Y pensé que la única esperanza que nos quedaba era que entre sus señorías hubiese algún entusiasta de lo esotérico.

 

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