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Ioana Cristina Crisan · Torrejón de Ardoz 

En la alambrada de la vergüenza, como él la llamaba, la dinámica siempre era la misma. Lo único que variaba era que cada vez llegaban más y más refugiados que, perseguidos y condenados en su país, se atrevían a desear una vida mejor. Si te encontrabas en el lado equivocado perdías la condición de “persona” y pasabas a ser simplemente “el refugiado”. ¿Cómo hacerles justicia? ¿Cómo poner su granito de arena?
La respuesta le vino como un soplo de aire fresco. Tomó la decisión en el momento y, sin más dilaciones, se apresuró a preparar el juicio.
—Señor juez, el mundo civilizado pide la retirada de la alambrada y el reconocimiento de los derechos de los refugiados como personas—dijo el abogado, el que tantas veces había contemplado horrorizado lo que ocurría en aquel campo, reflejo de “la tierra prometida” después de miles de kilómetros por mar abierto.

 

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