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Calamanda Nevado Cerro 

La noche del martes Taifa llegaba al final del mar cuando vio la alambrada. Sus labios, perfilados por oscuras manchas solares, se contrajeron para dejar escapar un silbido. Atrás quedaban los cuerpos de sus padres, hermanos, y los escondites de traficantes.
Días antes, en la otra punta del mundo, un abogado de derecho internacional reunió en su despacho a colegas voluntarios. Hablaron de la violación de derechos humanos en guerras que nadie entiende y los refugiados padecen. Idearon un plan para volver inservibles los permisos y licencias de trasporte de las concertinas 22 que salían de la fábrica de su padre hacia los campos de Hungría.
En más de una ocasión le reprochó fabricarlas, no le contestó ni sí, ni no, pero le constaba que atendía pedidos, y ampliaba instalaciones e ingresos.
Al amanecer, Taifa fue atendido por ese abogado, le enseñó a decir gracias y a memorizar sus derechos.

 

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