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Mikel Aboitiz 

Desde que Bolaño dejara el bufete andábamos como pollos sin cabeza, especialmente Lola, más ocupada en la industria de producción de bostezos que en invertir tiempo pasando llamadas. La adaptación a su ausencia tampoco fue fácil para Fenestrillas que empujaba decaído el carrito del correo, repartiendo correspondencia con la pesadez de un titán melancólico. Por evitar su falta, huíamos de los códigos de derecho, que acumulaban polvo sobre su puesto vacío. Cuando las disposiciones legales se te volvían callejones sin salida, Bolaño estaba ahí cerca, insuflándote su aliento, como a punto de dar un buen consejo. Embutido en su perpetuo chaleco moteado de manchas de café, respiraba más fuerte que un fumador exhausto. Bolaño de nuevo siempre a tu lado, lento, perezoso, sacando papada, mirando meditativo. Sin título académico, másteres ni cum laude. Él era el alma del despacho. Bolaño, nuestro pobre bulldog extraviado en la Gran Vía.

 

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