La patente perfecta

Antonio Gabriel López Herreros · Madrid 

Era un precioso día de invierno y aunque brillaba el sol de la mañana estaba más helado que un carámbano. Me perdí y tuve que configurar la brújula del iPhone para poder llegar con el GPS hasta el despacho jurídico de mi hermano gemelo; otro vástago de la naturaleza con pinta de genio de la biología. Le extraía algunas células mientras sincronizábamos nuestros respectivos iPad con mi aplicación de huellas dactilares que encriptaba un lenguaje que mi «flagelo», como le llamaba cariñosamente, nunca iba a entender. ¡Que vértigo! ¿Cómo le iba a explicar que era un clon? Estaba ansioso porque era muy excitante saber que era el único ciudadano en portar el primer circuito de ADN en un USB. ¡La arquitectura legal que había tenido que construir para conseguir un duplicado tan perfecto de mi persona! Pero por fin había conseguido redactar la patente perfecta que me haría oficialmente inmortal.

 

 

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