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Santiago Serrano Martínez-Risco 

No cesaba de tocar el timbre, que resonó en aquélla plácida tarde otoñal para despertarme de un sueño digno de un abogado de una edad más que respetable, que ya había decidido, ¡a buenas horas!, vigilar su salud. Cómo si ya, después de tantos años, hubiera algo que proteger.
Con el paso vacilante de quien regresa súbitamente a este lado, cada vez de más difícil acceso, conseguí llegar hasta la puerta y abrirla.
Allí lo vi, apenas un niño, plantado bajo el naranjo, el arma en la mano, el pulso vacilante, los ojos enfebrecidos.
De repente, si ningún aviso previo, apretó el gatillo, que percutió el proyectil.
Caí otra vez del lado de la inconsciencia, preguntándome con placidez si es que alguna vez lo había abandonado.

 

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