Imagen de perfilEl día que decidí ser abogado

Rafael Busto Cuiñas 

Era una prueba imperceptible como el más fino ultrasonido y sin embargo allí estaba ella con su dedo fiscal en una mano y el verdugo «Zapatilla» presto para el garrote en la otra.

El juicio era sumarísimo. Lo peor de todo es que no tenía defensa posible, puesto que en el lugar de los hechos sólo estábamos ella y yo, y es obvio que ella no había sido.

El asunto era peliagudo, faltaban 10 galletas de la caja que habíamos preparado anoche para llevar a la abuela por su cumpleaños.

Por desgracia no había nadie para testificar a mi favor, y a pesar de pedir la última palabra, ella decidió la inadmisión. Estaba sentenciado.

Sea, agaché la cabeza sabiendo de su puntería y que no habría fallo, el golpe sería certero, como siempre, pero de repente entró ella y solicitó mi absolución.

– Indicios mamá, no puedes condenar por indicios.

 

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