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Raúl López Expósito 

Don Ernesto no descansa ni después de jubilarse. Cada mañana acude el primero al bufete, entra en su antiguo despacho y ocupa mi sillón. Como deferencia, y porque mantiene el privilegio de repudiar asociados, le concedo una hora. Luego llamo a la puerta y me recibe con documentos en la mano. Sonríe victorioso cuando señala alguna frase mal redactada, un verbo inadecuado, comas y puntos que sobran o faltan. Siempre le agradezco el interés, pero ayer incluso mejoró mi estrategia procesal en un litigio enrevesado y solo supe contestar:
—¿Existe jurisprudencia?
Cuánto me arrepiento. Me reconcome la culpa desde que oímos el golpe; nos encontramos a Don Ernesto tendido en la biblioteca, con fractura de cadera, consultando un tomo arrancado del estante superior. Por eso, y porque su ayuda me hará ganar más pleitos, aliviaré su convalecencia llevándole a casa, todos los días, mis borradores de trabajo.

 

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