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José María Izarra Cantero 

La toga es una tortura en el mes de julio, sobre todo si en la máquina de vending se han agotado los botellines de agua y en la sala no funciona el aire acondicionado. Como aquel día en que, designado por mi colegio, tuve que asistir a un caboverdiano que había decidido recurrir su expulsión. Allí sudábamos todos, y el concernido, desoyéndome, dio en declarar más de la cuenta, llevado a engaño por el tono confianzudo de su señoría, que, acto seguido, falló como procedente la expulsión del expedientado, requiriendo a la policía para que se lo llevasen al CIE. ¡Pobre hombre! Solicité al juez que me permitiese un momento a solas con mi cliente en la sala de testigos. Accedió. No nos demoramos más de lo que se tarda en quitar y poner una toga. Le deseé suerte. Me quedé esperando a que los agentes entraran a por él.

 

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