Herencia evolutiva

Maite García de Vicuña · Vitoria 

Pasaba las horas espiándole por el ojo de la cerradura. Me encantaba oírle ensayar en voz alta sus alegatos, verle hacer anotaciones en su libreta, y observarle mientras construía pacientemente la maqueta del barco que llevaba años intentando terminar. Si salía a algún juicio en la sala de lo penal, yo ocupaba su silla fingiendo ser él. Un abogado de prestigio al que adoraba y al que quería parecerme cuando fuera mayor. Sabía que si me pillaba allí sentado ojeando los informes periciales y los del forense con mis manos manchadas de chocolate, me castigaría. Como cuando rompí el reloj de arena del abuelo, y muy serio aportó las pruebas del hecho delictivo solicitando una condena de dos semanas y un día sin ver mi serie favorita. Con estos recuerdos, miré su fotografía, me puse la toga, pegué el mástil de popa, y salí al estrado.

 

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