El librero sirio

Laura Rossell Fernández · Barcelona 

Esa mañana el decano se miró al espejo y se vio arrugado y ojeroso, sintió una punzada en su ego que combatió con excusas: “es el estrés de la facultad y el dormir poco”. Rápidamente ingirió tres vasos de zumo de arándanos, té verde y uva, sin duda empalagoso, pero pensó en su máxima: “por no envejecer cualquier cosa”. De repente, se estremeció: “¿Ya he de pagar mi deuda?” Corrió a un cachivache adquirido en un viaje a Siria y reciclado en caja fuerte, lo abrió con un reluciente candado y, tembloroso, leyó el papel firmado el uno de octubre de 1989 en aquel mismo viaje: “No existe abogado para hacerte ganar el juicio contra el paso del tiempo, únicamente yo, y a cambio, ya sabes, tu alma. En veinticinco años”. Su último pensamiento fue que nunca debería haberse interesado por esa edición árabe del Fausto de Goethe. Demasiado tarde.

 

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