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Carlos Villanueva 

El resultado de la primera vista no fue nada alentador. De vuelta al despacho el silencio se cortaba dentro del coche. Podía ver la cara de mi mentor reflejada en la ventanilla, con su rostro marcado por el tiempo, con esa mirada profunda, instigadora, que te invita a todo menos a la renuncia, que te muestra a un abogado con mayúsculas por encima del genérico nombre que describe a una profesión.
De pronto me dijo: “¿te he contado alguna vez el caso del molinero?”.
No, respondí.
“El pleito tuvo su origen en una disputa por un celemín de trigo, aunque esa no era la verdadera causa, sino la de conseguir ligar a la hija del molinero. Dos costales de harina fue el precio de la multa. Mucho para la época, pero nada en comparación con el asentimiento obtenido para casarse con la moza”.
Solo entendí una cosa, que teníamos caso.

 

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