Una desafortunada casualidad

Antonio Serrano Acitores · MADRID 

La conocí en la feria de Sevilla. Se llamaba Irene y hasta ese día nunca había visto una criatura tan bella: pelo rojo y salvaje como el fuego, ojos verdes color mar y piel de porcelana. Su manera de vestir era una mezcla entre elegancia y provocación. Llevaba un traje azulón de cuello de barco que realzaba sus curvas y unas medias de encaje que insinuaban unas esculturales piernas. Fumaba sensualmente un cigarro cuando decidí acercarme e invitarla a tomar una copa. Fría y distante al principio, tierna y pasional después. Me dejó una nota cuando se marchó del hotel en medio de la noche. Decía: “Ha sido maravilloso. No me busques”. Por la mañana, desolado, acudí al Juzgado a defender a uno de mis clientes acusado por una presunta estafa. Cuando entré en la Sala se me descompuso el cuerpo. Presidiendo, con toga y puñetas, se encontraba mi pelirroja.

 

 

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