Margot

Miguel Seguin García · MADRID 

Mi velero era de dos palos aparejado en ketch. Llegué en el segundo día de feria al puerto, enganché el barco y decidí otear el ambiente. Mi habano de vitola clásica me acompañaba. El barullo de las gentes, la música y la humareda, generaban una atmosfera de ensueño. Hasta que la vi. Casi dejo caer mi cigarro por el asombro. Era ella. Con su hermoso y acusado talle, engastado en un ceñido, corto y escotado vestido negro de encaje. Sonreí, lo había conseguido. Cumplió su lema: A maiori ad minus. Era libre. Quedaban atrás sus horas de insomnio. La lectura agotadora de demandas, los autos y recursos, el tedio de las sentencias. Había dejado la negra toga que ocultaba sus curvas, el lenguaje ampuloso y vetusto de las salas. Reía natural, sin la ceremonía falsa y tildada de las normas. Había dejado de ser su señoría. Ahora, simplemente, era Margot.

 

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