Vocación traicionada

Sonia González Rúa · Bilbao 

Papá siempre me dejaba guardar los documentos en su cartapacio. La atracción que sentía por aquella carpeta de piel de camello era casi mágica. Cada tarde aguardaba a que papá regresara del bufete para cargar su portafolios que, a la edad de tres años, me parecía que contenía plomo y no papeles. Papá intentaba cogerlo cuando las primeras gotas de sudor iluminaban mi naricilla, pero yo me empeñaba en acarrearlo solita. Lo arrastraba por la alfombra, sorteaba el peldaño de su despacho como si fuera un socavón y me encaramaba a la silla para ponerlo sobre el escritorio. Cuando le comuniqué que sería abogada como él dos lagrimones rodaron por sus mejillas. Inmediatamente comenzó a instruirme en el oficio. Una tarde volvió a casa con un feo maletín de cuero negro. Al preguntarle por su inseparable compañero contestó que estaba muy viejo y había decidido sustituirlo. Finalmente cursé psicología.

 

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