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Mª Montserrat Arellano Martínez 

Mis ojos, desde la altura superior del estrado, siguen con terquedad los movimientos del abogadillo que deambula por la sala. Impecable, distinguido, despliega su defensa con una voz acariciadora y un discurso intenso, fascinador, aunque su argumentario maniqueo asoma por las costuras. De pronto, levanta la mirada. Su voz se entrecorta. Me ha reconocido. La temperatura de la sala desciende diez grados mientras nuestros recuerdos retroceden diez años. Una obstinada chica de barrio con metas imposibles y un acomodado galán al que litigar le venía de casta. El sueño se acabó pero, al final, fui yo quien ganó la partida, sin reyes ni ases, solo con mi humilde juego correlativo. Llamo a los abogados y acuden con premura. Hay mucho en juego. Él transpira. El pobre mentecato supone que quebrantaré mi imparcialidad porqué él partió mi corazón. No debería pensarlo. El corazón de un juez es un bien indivisible.

 

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