Justicia divina

Ernesto Ortega Garrido · MADRID 

De pequeño se pasaba las tardes jugando a consagrar las galletas y a bendecir las latas de sardinas que le ponían para merendar. Empezó de monaguillo, llevando la bandeja de las limosnas en la parroquia de San Andrés, y tras pasar por los jesuitas fue investido sacerdote. En el confesionario se mostraba duro en los interrogatorios: ¿cuántos actos impuros ha cometido usted esta semana?, ¿siente envidia del coche de su vecino? Y aplicaba penitencias sin piedad. Cansado de escuchar una y otra vez los mismos pecados a sus feligreses y esperar el juicio final, decidió cambiar la sotana por la toga. Ahora, en lugar de avemarías y padrenuestros, impone cuantiosas fianzas y años de prisión. Ayer, cuando llegó al tribunal protegido por un paraguas, llovía con tal fuerza que le pareció que había llegado el diluvio universal. Cada día se siente más cerca de Dios.

 

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