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María Luz Aguilera Bermúdez · Torremolinos (Málaga) 

Entró “el sardina” calado hasta los huesos. Aliento fétido a pescado putrefacto, expresión lóbrega y aspecto siniestro. No hablaba ni se relacionaba con nadie. Aparecía por el juzgado de forma repentina con su desvaído traje azul. Era un abogado solitario, sus interrogatorios se caracterizaban por lo ininteligibles y sus informes por lo farragosos. Por alguna razón no resultaba extraño verle en el banquillo de los acusados. En el tribunal se palpaba el aire enrarecido y viciado. Homicidio eran palabras mayores. Sólo era un chaval de doce años. Murió con el hábito de monaguillo puesto, frente al altar mayor. El arma del crimen, un paraguas color negro con la punta de hierro le atravesaba el cuerpo por completo. Durante veinte años vi a “El Sardina” caminando agarrado a ese paraguas negro los días de sol. Ese día llovía a cántaros. Tragué saliva y pensé, mañana me quito del turno de oficio.

 

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