Calderón

Javier Serra Vallespir 

Cuando el monaguillo llamó a comulgar abriendo un paraguas color billete de 500 en vez de haciendo tintinear la inevitable campanilla supe que soñaba. Obediente, me acerqué al altar. El oficiante no sostenía hostia consagrada alguna, sino una espantosa sardina descompuesta. Quise huir, pero fui incapaz. El sacerdote omitió “El cuerpo de Cristo” para tronar “¡Aquí jamás obtendrás perdón!”. Afortunadamente, justo antes de tragarme aquella monstruosidad, desperté: en la sala, el interrogatorio había concluido. Nuestros abogados habían logrado, gracias a su retórica, convencer al tribunal de la inocencia de la multinacional conservera que presido. Los afectados por la intoxicación protestaron inútilmente. Entonces comprendí el sueño de la sardina. Más tarde, ya a bordo de mi jet privado, pensé “¡qué freudiano! Quizás esto sea lo más cerca que estaré del Cielo, pero la verdad en la tierra la definen los abogados que pago con mi fortuna, y los sueños, sueños son.

 

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