Abogado de oficio

Miguel Alayrach Martínez · Castellón 

Ni siquiera dijo adiós. Bajó despacio las escalinatas del juzgado y cruzó la calle hasta el Parque Viejo, acomodándose en el destartalado banco de madera más cercano. Del bolsillo de la mugrienta chaqueta beige extrajo unas migajas de pan que ofreció, solemnemente, a un osado pájaro que se le aproximaba sin remilgos. Al instante, con la idéntica devoción y respeto que engrandece la procesión mayor de Semana Santa, numerosas avecillas acudieron a la habitual cita que no se daba desde hacía semanas. Sentado en el frío escalón de piedra, no pude quitarle ojo mientras mis manos nerviosas arrugaban el fallo judicial; mientras mis pensamientos alojaban la sospecha de que aquel hombre era un buen hombre, aunque la vida no le hubiera dado “otra” oportunidad. Me incorporé abotonándome la gabardina y sonriendo excéntricamente al imaginar que en cualquier otro planeta alguien observa, con lastimosa incomprensión, los designios de la raza humana.

 

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