NI NOMBRE, NI YATE, NI FOTÓGRAFOS

EDUARDO MARTíNEZ RICO · MADRID 

Acababa de pedir el menú. Era demasiado famoso como para ir a uno de esos restaurantes tras los que se agazapaban los fotógrafos. Mientras esperaba a su última amante se acordaba de su primer pleito, de la comisión que le dejó fuera de la carrera, y se preguntaba dónde estaba la clave de esa hoguera que no había dejado de crepitar durante treinta años y que le había hecho ganar mucho dinero, sí, pero que le había procurado un sinfín de enemigos, un divorcio y la pérdida de dos de sus hijos, que nunca entendieron cómo la pasión de su padre por la abogacía podía estar por encima de todas las cosas, salvo de la justicia. Hubiera dado todo por volver a aquel tiempo en que recitaba ante su novia los temas de la oposición, cuando no tenía nada, ni nombre, ni yate, ni fotógrafos.

 

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