Maldita vanidad

María R. García · León 

Contra todo pronóstico, dictó el sobreseimiento de la causa. Ninguno de los presentes daba crédito a lo que acababa de escuchar; el argumento de la acusación había sido demoledor y las pruebas eran irrefutables. Atónitos, fueron despejando la sala mientras el juez permanecía inmóvil apretando con vehemencia su mano derecha. Allí llevaba, a buen recaudo, la ofrenda envenenada que le había hecho llegar el acusado: la fotografía de su señoría ataviado con un arnés de cuero y con un bocado bola ahogando sus palabras. La instantánea le mostraba esposado a la silla,sumiso,aguardando a una chica con tacones de vértigo que se acercaba blandiendo una fusta. ¡Qué tonto había sido! Ahora se daba cuenta de lo raro que fue que, de todos los hombres que participaban en la convención, aquel bombón de piel canela se hubiera fijado precisamente en él.

 

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