Arrugas

Elías Manrique Dorador · Granada 

Al magistrado Fernández no lo podía ver ni en pintura. Devota como soy de una liturgia impecable en los estrados, soportaba con cierta entereza sus extravagantes quevedos, del todo ridículos sobre aquellos ojos como huevos, y hasta el bisoñé azabache que coronaba unas sienes de nieve. Pero cuando un hilillo de baba se escapaba entre sus dientes al invocar la Constitución y las Leyes, sentía una angustia irreprimible, y se me antojaba tarea de titanes escuchar a letrados y justiciables, y el peor de los destinos dar fe pública de las ocurrencias de tal fantoche. Le aguanté durante años con forzada cortesía hasta su traslado a la Audiencia, que me anunció en primicia. Fue ese día cuando cerró la puerta del despacho en prevención de oídos indiscretos para confesarme a bocajarro su inquebrantable amor otoñal. Mi asco rompió entonces en crueles carcajadas, pero hoy no hago sino mirarme al espejo.

 

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