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Jerónimo Hernández de Castro 

La voz del juez resonó con la firmeza de siempre. Recriminaba a su interlocutor la pobreza de su argumentación, carente de bases sólidas, en la línea de los últimos meses. Además, le exigía erradicar esa actitud que rozaba el desacato, instándole con vehemencia a empezar el año con una reflexión global sobre una conducta tan impropia.

Al otro lado del móvil, sin oportunidad para la réplica, el abrumado destinatario de la amonestación intentaba en vano convencer al magistrado para que aceptara su soledad en las fiestas navideñas, no como una condena impuesta por la familia, sino como la imprescindible medida precautoria, apenas atenuada por los niños que, en cada videollamada, no dejaban de gritar lo mucho que echaban de menos a su abuelo.

 

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