Su última voluntad

Juan Leante García · Madrid 

Durante la larga enfermedad de mamá, mi hermana Laura nunca vino a visitarla. Aún estaba el cuerpo caliente cuando la sorprendí probándose un collar frente al espejo. Después del funeral, el notario leyó el testamento: los viñedos eran para Laura y las joyas para mí. Mi hermana, mujer de ciudad, quería las alhajas. Agarró un buen globo y me amenazó con una denuncia. Abrió su ordenador portátil, pulsó el teclado y envió un mensaje. Contrató a un apuesto abogado de traje blanco impecable en verano y gris marengo en invierno, que tras un interminable litigio dejó a Laura sin un céntimo. Entonces le ofrecí un intercambio al que ella accedió encantada. Ahora vivo confortablemente de los frutos que da la vendimia, con el letrado que la arruinó, mientras ella pasea con orgullo las quincallas de imitación que mandó hacer mamá poco antes de morir.

 

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