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Manuel de la Peña Garrido 

Cuentan que un anciano emperador chino, sin descendientes, decidió nombrar sucesor al súbdito más importante.
– Sin mí mandando el ejército habríamos perdido todas las guerras. No seríais emperador –razonó el general.
– Yo edifiqué grandes murallas para tener fronteras inexpugnables. Ahora proyectaré un palacio donde gozaréis larga vida -replicó el arquitecto.
– Todo inútil si enfermáis. Soy el imprescindible –terció el médico.
– Sin tratados de paz ni contratos, redactados por juristas, nadie respetaría vuestros dominios ni trabajarían médicos ni arquitectos –interrumpió una estudiante de Derecho. – Y como amante de la Ley, debo denunciar a estos cortesanos. Sé de buena tinta china que, aparentando disputar, conspiraron: el general os apresará y encerrará en un asilo construido por el arquitecto donde el médico os envenenará lentamente.
El emperador hizo probar a los conjurados su propia medicina. Y guiñó el ojillo rasgado a la sagaz joven, matriarca de longeva dinastía.

 

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