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Mikel Aboitiz 

No le engaño: en el internado del bachillerato se respetaba la ley. La ley del más fuerte. Y yo era débil. Pero cuando me llegaba el agua al cuello, aparecía Betanzos, mi defensor frente a la tortura del colegio. Betanzos era una montaña implacable, de movimientos lentos, capaz de enfrentarse a cualquiera en las duchas y cerrar un pleito de dos puñetazos. Él olía mis problemas. Dejaba la bandeja a un lado y citaba con una seña al fulano de turno en los servicios. Volvía al comedor hambriento y se sentaba asintiendo hacia mí con su cabeza poderosa. Eso equivalía a declarar que alguien en los baños pasaría del postre. Muy extraño; no hablábamos, no éramos amigos, jamás supe por qué me ayudaba. Después de años, volví a toparme con él. No me reconoció ni por el nombre. Luego creería que olvidé pasarle la minuta tras su juicio por lesiones.

 

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