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Vicente Küster Santa-Cruz 

Pedían 300.000 euros por el rescate. A falta de decretar lugar y hora de la entrega, el cartel sobre el parabrisas avisaba: o pagaba o no volvería a ver a mi mujer. Mi abogado, a la sazón mi suegro, sugirió guardar silencio. Tardó tres horas en reunir el dinero. Algo nada llamativo, a juzgar por su ingente fortuna amasada como promotor urbanístico. Pasé la noche en vela pensando en ella, imaginando cómo estaría. Al día siguiente acudí solo al lugar acordado. Al poco de llegar, un joven desaliñado señaló un garito y me espetó: ‘Ahí está tu mujer. Dame la bolsa y no hagas tonterías’. Entré rápido a por Elena. Estaba alegre y radiante, como siempre. Pidió dos copas al barman, abrazó su elegante bolso de piel y, ante mi asombro, me susurró al oído: «Todo bien cariño. Ya te explico. No le cuentes nada a tu abogado».

 

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