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Juan Manuel Llanos Orantos 

Los abuelos, que se tomaron nuestra partida como el más feliz acontecimiento desde que empezó la guerra, se quedaron en el infierno. El bote al que se subieron nuestros primos se lo tragó el mar. Mi hermana llora. Mamá sigue muy conmocionada por la violencia de días atrás como para reparar en la indiferencia que nos muestran ahora, en este primer mundo en el que poco quieren saber de la convulsión de nuestro tercer mundo. Todavía siento la alambrada como un insulto de acero sajando nuestros cuerpos. Hay muchos rostros transidos de rabia aquí, en este campo de hacinamiento donde la congoja y la desesperación resultan contagiosas. No somos refugiados, aunque así nos llamen. Papá acaba de decir que si siento más las heridas de los demás que las propias, debería estudiar mucho para ser un digno abogado que luche por los derechos de su prójimo.

 

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