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Eloy Cánovas 

El veinte de marzo estaba de guardia cuando después de cenar sonó el teléfono. Mi semblante atroz evitaba tener que dar cualquier explicación.
¡Papá, «quédate en casa» o te contagiarás del coronavirus! Gritó mi niña de seis años, víctima inocente de una sobreexposición a los informativos en esos días.
Aquella era una excelente oportunidad de explicarle que mi trabajo, aunque no se aplaudiera desde los balcones de España, suponía un encargo muy positivo para la sociedad. Mi leal compromiso podía borrar la brecha entre poderosos y necesitados, era capaz de romper con la desigualdad que supone pertenecer a una clase social desfavorecida.
Antes de salir tuve que discriminar si besar antes a mi niña o a mi mujer. Mi mujer ya sabía lo que supone ser abogado de oficio. Mi hija lo descubrió esa noche, cuando vio salir de casa a su superhéroe con maletín, guantes de látex y mascarilla.

 

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