Lucía

María Serrano · Arganda del Rey, Madrid 

Un mes más, una nómina más. Doce horas como pasante no me proporcionaban mucho dinero, pero sí lo suficiente para permitirme comprar cada día una flor a Lucía. Lucía era mi amiga, mi amante. La conocí cuando apenas teníamos quince años durante los fines de semana en que me dedicaba al arbitraje. Allí, entre las gradas, se escondía ella, dulce, buena. El cajero automático me brindó otra sorpresa. Había ganado la querella, la indemnización estaba en mi cuenta. Suspiré. Pronto el dinero pasaría a la asociación para la defensa de los animales. Aquel día tuve que darme una carrera para llegar a tiempo a la estación. Cuando bajé del tren compré una rosa roja. Hoy le podría contar a Lucía que se había hecho justicia, que el cabrón que la atropelló estaba en la cárcel. Por primera vez desde aquel fatídico día, me dirigí al cementerio en paz.

 

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