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Guillermo Portillo Guzmán 

En el despacho siempre jugábamos al mismo juego. Una comisión trataba de empatizar con el cliente, mientras otra, en una actitud desestimatoria, consideraba falsas las pruebas que aportaba para que planteásemos su defensa en los tribunales.
El valle de lágrimas en que acababa convirtiéndose la escena en algunas ocasiones, no nos garantizaba la verdad en las promesas y juramentos que, entre hipidos y sollozos, teatralizaban la mayoría.
Aún a pesar de todo ello, la presunción de inocencia hacía valer su peso que, sumado al del derecho a un juicio justo y ecuánime, acababan por imperar haciendo que aceptásemos todos los casos.
Pero hiciésemos lo que hiciésemos, ganásemos o perdiésemos (las menos de las ocasiones, todo hay que decirlo), el prejuicio y la sentencia colectiva siempre hacían acto de presencia para quedarse grabados imperecederamente, por los siglos de los siglos, en ese inmaterial, abstracto e invisible mundo al que llamamos internet.

 

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