Mi padre

A. Pérez-Clotet 

Tenía siempre su toga pulcramente colgada en un perchero al lado de la puerta. Era lo último que veía al salir de su despacho; ese lugar prohibido que olía a papeles viejos, tabaco y a su fragancia de siempre, en el que me colaba a hurtadillas cada vez que lo veía salir de casa, presuroso, ensimismado (concentrado). Atesoraba múltiples personalidades, pues se empeñaba en adoptar la nacionalidad del cliente, sufriendo sus problemas casi como propios. Tan pronto era un chorizo que sisaba botijos en las tiendas de souvenirs, como se convertía en una mujer harta de consumirse en un matrimonio de 15 años y dispuesta a todo para quedarse con la finca de su todavía marido. Parece que lo estoy viendo con la mirada perdida delante de la chimenea apagada, empeñado en enseñarme por medio de su maravillosa didáctica, los intríngulis de este mundo; que ahora es el mío.

 

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