Tiene el tufo de una white trash, pero el ego culposo de una supremacista. Los derechos se toman unos días con las patas en el escritorio mirando bloopers. Ella lo sabe, se ríe con unos tipos que eructan, hablan de que el teléfono está silenciado y que habrá que atender al muérdago o a las canicas. «Mejor no hablar de ciertas cosas». Eso escuchaba la nena, mientras alguien aullaba como si lo carnearan. La nena se acordó gracias a la nariz, que aún era exclusiva para el prana, que sí, estaban carneando a unos chicos que habían venido en su situación, de guarda. Una señora rubia y colorada por el alcohol, con los poros dilatados y llena de comedones, vino a tranquilizarla «No, amor. las lechugas gritan cuando las cosechamos». La chavala entendió todo. Entre armar los chacinados nadie notó su aislamiento. Al tercer día, como cuando Jesuso se dice que resucitó y el sudario dio la señal del olor a cadáver vivo, fueron a la pieza. La pequeña estaba sequita, como una pasa de uva, tuvo la inteligencia de no tomar ni agua. La mujer más que colorada, metió la mano al bolsillo, no, no alcanzaría para comprar una realidad menos acusatoria. Alzó al cuerpito por los sobacos y fue masticando los huesos de los dedos, esas manos que llevándose a los labios, auguraban para la pequeña un «futuro de pianista». El olor a sangre, las moscas y la artista del hambre confirmaban que todo halago, promesa, o congoja es parte de una masacre