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Margarita del Brezo 

En el despacho de Clara Campoamor, la luz de la tarde se filtra a través de las cortinas, proyectando sombras alargadas sobre una desgastada carpeta. Huele a papel viejo, a tinta recién impresa. Con la determinación que la caracteriza, Clara revisa los documentos, cruciales para certificar el derecho al voto de las mujeres. No solo es un paso en la batalla por la igualdad, sino una promesa de justicia para las generaciones futuras, un amparo legal que está a punto de cambiar la historia.
El estornudo del hombre que se sienta a mi lado me devuelve a la realidad.
—Perdón, la alergia —se disculpa.
—Vamos a empezar ya, son las nueve en punto —digo algo nerviosa. Es la primera vez que me toca ser presidenta de mesa en el colegio electoral de mi barrio. Miro la urna todavía vacía y sonrío.

 

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