Imagen de perfilLazos invisibles

María Sergia Martín González- towanda 

Supe que el recluso solicitó cambiar de letrado. «Reclama imposibles», apuntaban. Me acerqué dubitativa. Tras las obligadas presentaciones cliente-abogada, intenté formularle algunas preguntas. Se adelantó admitiéndose culpable. Dijo que aceptaría cualquier pacto; que solo necesitaba poder despedirse de un amigo con el que siempre estuvo conectado. Últimamente, sospechaba que algo iba mal. Afirmó que, de no conseguirlo, olvidara el camino de retorno. Me conquistó cuando dijo que mis ojos eran campos de lavanda y que le recordaban a una hija que decidió enterrarlo hacía mucho tiempo.

Resultó complicado. Demasiados impedimentos por parte de la prisión. Sherlock, así se llamaba su perro, iba a ser sacrificado. El tiempo apremiaba…

Tras semanas de extenuante papeleo, el juez autorizó un vis a vis extraordinario.

Sherlock estaba ciego, arrastraba desmañadamente las patas, pero algo invisible permanecía inalterable. Hubo babas, interminables abrazos y un llanto a dos voces.

«Te eché de menos, viejito», repetía emocionado.

 

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