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Belén Sáenz Montero 

El panorama nada más abrir la puerta del bufete familiar me deprimió ya el domingo, malogrando la digestión de la paella. Como heredero, me tocaba hacer el cambio aunque mi socio insistiera en promover la conservación del más mínimo papelote. Pasé horas y horas en Internet intentando entender eso de “la nube” y cualquier trasto informático que prometiera trasladarnos al futuro de la abogacía. Aunque ya estaba convencido, los argumentos de nuestro becario —Nico “el Verde” —, sobre ecología y compromiso con el planeta, me reafirmaron en mi decisión. El lunes me presenté con un rollo de bolsas de basura y, a pesar de las quejas de la señorita Milagros, me metí a saco en el archivo. Bajo montañas de legajos pringosos y expedientes amarillentos, rescaté un birrete en buen uso, una estatuilla de la diosa Iustitia y dos pasantes que habían sido contratados en tiempos de mi abuelo.

 

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